viernes, 30 de noviembre de 2007

El bautizo

ENTRARON en la iglesia de improviso un hombre y dos mujeres; una de ellas era la esposa de Pepón, el jefe de los rojos. Don Camilo, que subido sobre una escalera estaba lustrando con "sidol" la aureola de San José, volvióse hacia ellos y preguntó qué deseaban. - Se trata de bautizar esta cosa - contestó el hombre. Y una de las mujeres mostró un bulto que contenía un niño. - ¿Quién lo hizo? - preguntó don Camilo, mientras bajaba. - Yo - contestó la mujer de Pepón. - ¿Con tu marido? - preguntó don Camilo. - ¡Se comprende!. ¿Con quién quiere que lo hiciera? ¿Con usted? - replicó secamente la mujer de Pepón. - No hay motivo para enojarse - observó don Camilo, encaminándose a la sacristía. Yo sé algo. ¿No se ha dicho que en el partido de ustedes está de moda el amor libre? Pasando delante del altar, don Camilo se inclinó y guiñó un ojo al Cristo. - ¿Habéis oído? - y don Camilo rió burlonamente. Le he dado un golpecito a esa gente sin Dios. - No digas estupideces, don Camilo - contestó fastidiado el Cristo. Si no tuviesen Dios no vendrían aquí a bautizar al hijo, y si la mujer de Pepón te hubiese soltado un revés, lo tendrías merecido. - Si la mujer de Pepón me hubiera dado un revés, los habría agarrado por el pescuezo a los tres y ... - ¿Y qué? -preguntó severo Jesús. - Nada, digo por decir - repuso rápidamente don Camilo, levantándose. - Don Camilo, cuidado - lo amonestó Jesús. Vestidos los paramentos, don Camilo se acercó a la fuente bautismal. - ¿Cómo quieren llamarlo? - preguntó a la mujer de Pepón. - Lenin, Libre, Antonio -contestó la mujer. - Vete a bautizarlo en Rusia - dijo tranquilamente don Camilo, volviendo a colocar la tapa a la pila bautismal. Don Camilo tenía las manos grandes como palas y los tres se marcharon sin protestar. Don Camilo trató de escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo frenó. - ¡Don Camilo, has hecho una cosa muy fea! Ve a llamarlos y bautízales el niño. - Jesús - contestó don Camilo, debéis comprender que el bautismo no es una burla. El bautismo es una cosa sagrada. El bautismo. - Don Camilo - interrumpió el Cristo, ¿vas a enseñarme a mí qué es el bautismo? ¿A mí que lo he inventado? Yo te digo que has hecho una barrabasada porque si esa criatura, pongamos por caso, muere en este momento, la culpa será tuya de que no tenga libre ingreso en el Paraíso. - Jesús, no hagamos drama - rebatió don Camilo. ¿Por qué habría de morir? Es blanco y rosado una rosa. - Eso no quiere decir nada - observó Cristo. Puede caérsele una teja en la cabeza, puede venirle un ataque apopléjico. Tú debías haberlo bautizado. Don Camilo abrió los brazos. - Jesús, pensad un momento. Si fuera seguro que el niño irá al Infierno, se podría dejar correr; pero ese, a pesar de ser hijo de un mal sujeto, podría perfectamente colarse en el Paraíso, y entonces decidme: ¿cómo: puedo permitir que os llegue al Paraíso uno que se llama Lenin? Lo hago por el buen nombre del Paraíso. - Del buen nombre del Paraíso me ocupo yo - dijo secamente Jesús. A mí sólo me importa que uno sea un hombre honrado. Que se llame Lenin o Bonifacio no me importa. En todo caso, tú podrías haber advertido a esa gente que dar a los niños nombres estrafalarios puede representarles serios aprietos cuando sean grandes. - Está bien - respondió don Camilo. Siempre yo desbarro; procuraré remediarlo. En ese instante entró alguien. Era Pepón solo, con la criatura en brazos. Pepón cerró la puerta con el pasador. - De aquí no salgo - dijo - si mi hijo no es bautizado con el nombre que yo quiero. - Ahí lo tenéis - murmuró don Camilo, volviéndose al Cristo. ¿Veis qué gente? Uno está lleno de las más santas intenciones y mirad cómo lo tratan. - Ponte en su pellejo - contestó el Cristo. No es un sistema que deba aprobarse, pero se puede comprender. Don Camilo sacudió la cabeza. - He dicho que de aquí no salgo si no me bautiza al chico como yo quiero - repitió Pepón, y poniendo el bulto en un silla, se quitó el saco, se arremangó y avanzó amenazante. - ¡Jesús! - imploró don Camilo. Yo me remito a vos. Si estimáis justo que un sacerdote vuestro ceda a la imposición, cederé. Pero mañana no os quejéis si me traen un ternero y me imponen que lo bautice. Vos lo sabéis, ¡guay de crear precedentes! - ¡Bah! -replicó el Cristo. Si eso ocurriera, tú deberías hacerle entender. - ¿Y si me aporrea? - Tómalas, don Camilo. Soporta y sufre como lo hice yo. Entonces volvió don Camilo y dijo: - Conforme, Pepón; el niño saldrá de aquí bautizado, pero con ese nombre maldito no. - Don Camilo - refunfuñó Pepón, recuerde que tengo la barriga delicada por aquella bala que recibí en los montes. No tire golpes bajos, o agarro un banco. - No te inquietes, Pepón; yo te los aplicaré todos en el plano superior - contestó don Camilo, colocando a Pepón un soberbio cachete en la oreja. Eran dos hombrachos con brazos de hierro y volaban las trompadas que hacían silbar el aire. Al cabo de veinte minutos de furibunda y silenciosa pelea, don Camilo oyó una voz a sus espaldas - ¡Fuerza, don Camilo! ... ¡Pégale en la mandíbula! Era el Cristo del altar. Don Camilo apuntó a la mandíbula de Pepón y éste rodó por tierra, donde quedó tendido unos diez minutos. Después se levantó, se sobó el mentón, se arregló, se puso el saco, rehizo el nudo del pañuelo rojo y tomó al niño en brazos. Vestido con sus paramentos rituales, don Camilo lo esperaba, firme como una roca, junto a la pila bautismal. Pepón se acercó lentamente. - ¿Cómo lo llamaremos? - preguntó don Camilo. - Camilo, Libre, Antonio -gruñó Pepón. Don Camilo meneó la cabeza. - No; llamémoslo, Libre, Camilo, Lenin - dijo. Sí, también Lenin. Cuando está cerca de ellos un Camilo, los tipos de esa laya nada tienen que hacer. - Amén - murmuró Pepón tentándose la mandíbula. Terminado el acto, don Camilo pasó delante del altar y el Cristo le dijo sonriendo - Don Camilo, debo reconocer la verdad: en política sabes hacer las cosas mejor que yo. - Y en dar puñetazos también - dijo don Camilo con toda calma, mientras se palpaba con indiferencia un grueso chichón sobre la frente.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Pecado confesado

DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba. Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra. Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda. - ¿Qué debo hacer? - había preguntado don Camilo. - Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate - había contestado Jesús de lo alto del altar. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla. - Bueno - había objetado don Camilo; pero aquí se trata de palos, no de ofensas. - ¿Y con eso? - le había susurrado Jesús. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu? - De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí. - ¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz? - Con vos no se puede razonar - había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento. - Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa. Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado. Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda. Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró: - Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas? - Desde 1918 -contestó Pepón. - Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza. - ¡Oh, bastantes! - suspiró Pepón. - ¿Por ejemplo? - Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo. - Es grave - repuso don Camilo. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios. - Estoy arrepentido - exclamó Pepón. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad. - ¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves? Pepón vació el costal. En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo. - Jesús - dijo, perdóname, pero yo le sacudo. - Ni lo sueñes - respondió Jesús. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre. - Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene? - Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado! - Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío? - No - respondió Jesús. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear. Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos. - Está bien - gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no! - También esto es cierto - dijo Jesús de lo alto. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo! El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado. - Hace diez minutos que lo esperaba - dijo. Ahora me siento mejor. - Yo también - exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno. Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

La muchacha

¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve. Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada. - ¿Quieres hacerme de escalera? - le dije. La muchacha dejó la cesta y yo me trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa. - Extiende el delantal, que vamos a medias - dije a la muchacha. Ella contestó que no valía la pena. - ¿No te agradan las ciruelas? - pregunté. - Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí - me dijo. Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer. - Tú tomas el pelo a la gente - exclamé mirándola enojado; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha. No dijo palabra. La encontré dos tardes después siempre en el camino. - ¡Adiós, larguirucha! - le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso. - ¿Se podría saber por qué me miras así? - le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto. - Yo no te miro - contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta. - ¡Cuídate, larguirucha! - le grité. Yo no bromeo. Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo. Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara. Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché. Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás. Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo. Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manubrio y saqué una piquetilla. - Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él - dije. La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua. - ¿Por qué hablas así? - me preguntó en voz baja. Yo no lo sabía, pero ¿qué importa? - Porque sí - contesté. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo. - Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más - dijo. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho. - Pues espera a que yo tenga dieciocho años - grité. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita. Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacer la estúpida con los demás. Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez. - Adiós - le decía al pasar. - Adiós - me contestaba. El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta. - Tengo dieciocho años - le dije. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza. Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes. - Tú tienes dieciocho años -me contestó, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven. Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije: - ¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste? Con la cabeza me hizo seña que sí. Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano. - Los muchachos - exclamé, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así. - Decía por decir - explicó la muchacha. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!. Ladeé a la izquierda la visera de la gorra. - ¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia. - No - contestó la muchacha - entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo. Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz. - En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar - dije saltando en la bicicleta. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre. Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité: - Mañana parto para la conscripción. - Hasta la vista - contestó la muchacha. - Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso. Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta. Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos. Desmonté delante de ella. - Concluí - le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria. - Es muy linda - contestó la muchacha. - Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca. - ¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? - pregunté. La muchacha suspiró. - Lo siento, pero el árbol se quemó. - ¿Se quemó? - dije con asombro. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman? - Hace seis meses - contestó la muchacha. Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves? Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo. - ¿Y tú? - le pregunté. - También yo - dijo con un suspiro; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó. Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo. - ¿Te hice daño? - pregunté. - Ninguno. Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro. - ¿Y entonces? - dije finalmente. - Te he esperado - suspiró la muchacha - para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora? Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia. - Entonces - repitió la muchacha, ¿puedo irme? - No - le contesté. -Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía. - Está bien - dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía. Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé. Han corrido doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta. - Adiós. - Adiós. - ¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar a poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo sobre el camino de la Fábrica. Uno ahora me dice: hermano ¿por qué me cuentas, estas historias? Porque sí, respondo yo. Porque es preciso darse cuenta de que en esta desgraciada lonja de tierra situada entre el río y el monte pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos, y allá tienen un alma hasta los perros. Entonces se comprende mejor a don Camilo, a Pepón y a toda la otra gente. Y nadie se asombra de que el Cristo hable y de que uno pueda romperle la cabeza a otro, pero honradamente, es decir, sin odio. Tampoco asombra que al fin dos enemigos se encuentren de acuerdo sobre las cosas esenciales. Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique; al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella. He aquí el aire que se respira en esa faja de tierra a trasmano; y se comprende fácilmente en qué Pueden convertirse allá las cosas de la política. En estas historias habla a menudo el Cristo crucificado, pues los personajes principales son tres: el cura don Camilo, el comunista Pepón y el Cristo crucificado. Y bien, aquí conviene explicarse: si los curas se sienten ofendidos por causa de don Camilo, son muy dueños de romperme en la cabeza la vela más gorda; si los comunistas se sienten ofendidos por causa de Pepón, también son muy dueños de sacudirme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por causa de los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porque el que habla en mi historia no es Cristo, sino mi Cristo, esto es, la voz de mi conciencia. Asunto mío personal; asuntos íntimos míos. Conque, cada uno para sí y Dios con todos.

martes, 27 de noviembre de 2007

Capítulo 3

Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los pernos del puente de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas. Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas. Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. - Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla - respondía Nita asomándose a la puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos. Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande, donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y más de cuatrocientas hectáreas de tierra. Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la escopeta cargada con balines o con bala. Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera. Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con un hacha, de un tronco de álamo, una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda carrera. - ¡Uh! ¡Uh! - dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico. - Hay algún forastero o alguna mala bestia - dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol. - ¿Qué hacen aquí? - preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas. - Hago mi oficio - explicó el imbécil sin darse vuelta, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento. - ¡Salga de ahí! - gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode. - ¡Fuera! - dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad. Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres. Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola. - Es ése - dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre. Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso. - Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo - explicó mi padre. El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor. - Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso - dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor. - Si nos conviene, el tranvía pasará - dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla. El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes. - Es cosa gubernativa - concluyó. - Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente -barbotó mi padre. Conozco mis derechos. El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja. - Esta es la nota - dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre. Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos. - Léelo despacio - me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí. - Ve a decirles que entren -concluyó finalmente, sombrío. De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos. Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron. Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan. Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar. Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua. Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad. Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta. - Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche - dijo mi madre. Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde. - Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo -dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba. Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta. - Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno - explicó mi padre. - Hace veinticinco días que el campo está anegado - afirmó un viejo. - Veinticinco días - dijeron todos, hombres, mujeres y niños. - Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno -razonó el vaquero - es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia. La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado. - Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer - explicó a mi madre. Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola. El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡Santo Dios! A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy. Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador. Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello. Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno. El ingeniero se adelantó con un bastón. - ¡Fuera, perro! - gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos. Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos. Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba. En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció. Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón. Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso. Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad. Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas. Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero. Yo también me lo quité. El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago. Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo. Que tanto puede la pobre alma de un perro. Yo digo que éste es el milagro de la tierra baja. En un escenario escrupulosamente realista como el descrito por el notario Francisco Luis Campari (hombre de gran corazón y enamorado de la tierra baja, pero que no le hubiera concedido ni una tortolita, si las tortolitas no formaran parte de la fauna local), un cronista de diario pone una historia y ya no se sabe si es más verdadera la descripción del notario o el suceso inventado por el cronista. Éste es el mundo de Un Mundo Pequeño: caminos largos y derechos, casitas pintadas de rojo, de amarillo y de azul ultramarino, perdidas entre los viñedos. En las noches de agosto se levanta lentamente detrás del dique una luna roja y enorme que parece cosa de otros siglos. Alguien está sentado sobre un montón de grava, a la orilla de la acequia, con la bicicleta apoyada en el palo del telégrafo. Arma un cigarrillo de tabaco picado. Pasas tú, y aquél te pide un fósforo. Conversáis. Tú le dices que vas al "festival" a bailar, y aquél menea la cabeza. Le dices que hay lindas muchachas y aquél otra vez menea la cabeza.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Capítulo 2

Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa, a la llanura del valle del Po descrita en el capítulo anterior. Tierra Baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer. Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro. Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo. Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos. Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable. Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro. Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina. Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios. -No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos. Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos. Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera. - ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre. Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar. En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano. Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre. Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños. Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo: -Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico. Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén". Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico. A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí. Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico. -Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana. Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía. Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos". Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta. El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana. El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos! El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos. Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro. Hacia medianoche mi padre me llamó -Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida. Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar. - ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos! El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho. -Está bien -dijo bruscamente mi padre. Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos. -Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

Esta es la tierra baja, donde hay gente que no bautiza a los hijos y blasfema, no para negar a Dios, sino para contrariar a Dios. Distará unos cuarenta kilómetros o menos de la ciudad; pero, en la llanura quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un cerco o del recodo, cada kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo. Yo me acuerdo.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Un mundo pequeño (Cap. 1)

De joven, yo trabajaba de cronista en un diario y daba vueltas en bicicleta todo el día en busca de sucesos que contar. Después conocí a una muchacha, y entonces pasaba los días pensando cómo se habría comportado esa muchacha si yo me hubiera vuelto emperador de Méjico o si me muriese. De noche llenaba mis carillas inventando sucesos y éstos gustaban bastante a la gente porque eran mucho más verosímiles que los verdaderos. En mi vocabulario tendré más o menos doscientas palabras, y son las mismas que empleaba para relatar la aventura del viejo atropellado por un ciclista o del ama que se había rebanado la yema de un dedo pelando papas. Así que, nada de literatura o de cualquier otra mercadería semejante: en este libro soy ese cronista de diario y me limito a referir hechos de crónica. Cosas inventadas y por eso tan verosímiles que me ha ocurrido un montón de veces escribir una historia y a los dos meses verla repetirse en la realidad. En lo que no hay nada de extraordinario. Es una simple cuestión de razonamiento: uno considera el tiempo, la estación, la moda y el momento psicológico y concluye que, siendo las cosas así, en un ambiente equis, puede suceder tal o cual acontecimiento. Estas historias, pues, viven en un determinado clima y en un determinado ambiente. El clima político italiano de diciembre de 1946 a diciembre de 1947. La historia, en suma, de un año de política. El ambiente es un pedazo de la llanura del Po: y aquí debo precisar que, para mí, el Po empieza en Plasencia. Que de Plasencia hacia arriba sea siempre el mismo río, no significa nada: también la Vía Emilia de Plasencia a Milán, es al fin y al cabo el mismo camino; pero la Vía Emilia es la que va de Plasencia a Rímini. Sin duda no se puede hacer un parangón entre un río y una carretera porque los caminos pertenecen a la historia y los ríos a la geografía. ¿Y con eso? La historia no la hacen los hombres, sino que la soportan, como soportan la geografía. Y la historia, por lo demás, está en función de la geografía. Los hombres procuran corregir la geografía horadando montañas y desviando ríos, y obrando así se ilusionan de dar un curso diverso a la historia, pero no la modifican absolutamente, ya que un buen día todo irá patas arriba: las aguas engullirán los puentes, romperán los diques e inundarán las minas; se derrumbarán las casas y los palacios y las chozas, la hierba crecerá sobre las ruinas y todo retornará a ser tierra. Los sobrevivientes deberán luchar a golpes de piedra con las fieras y volverá a empezar la historia. La acostumbrada historia. Después, al cabo de tres mil años descubrirán, sepultado bajo cuarenta metros de fango, un grifo del agua potable y un torno de la Breda, de Sesto San Giovanni y dirán: "¡Miren qué cosas!". Y se afanarán para organizar las mismas estupideces de los lejanos antepasados, porque los hombres son criaturas desdichadas condenadas al progreso, el cual tiende irremediablemente a sustituir el viejo Padre Eterno por las novísimas fórmulas químicas. Y de este modo, al final, el viejo Padre Eterno se fastidia, mueve un décimo de milímetro la última falange del meñique de la mano izquierda, y todo el mundo salta por los aires. Así, pues, el Po empieza en Plasencia y hace muy bien, porque es el único río respetable que existe en Italia y los ríos que se respetan a sí mismos se extienden por la llanura, pues el agua es un elemento hecho para permanecer horizontal y sólo cuando está perfectamente horizontal el agua conserva entera su natural dignidad. Las cascadas del Niágara son fenómenos de circo, como los hombres que caminan sobre las manos. El Po empieza en Plasencia, y también en Plasencia empieza el Mundo Pequeño de mis historias, el cual está situado en aquella lonja de llanura que se asienta entre el Po y los Apeninos.
El pequeño mundo de Un Mundo Pequeño no vive, allí, sin embargo; no está en ningún sitio fijo. El pueblo de Un Mundo Pequeño es un puntito negro que se mueve con sus Pepones y sus Flacos a lo largo del río en aquella lonja de tierra que se halla entre el Po y los Apeninos; pero éste es el clima, el paisaje es éste. Y en un pueblo como éste basta pararse en el camino a mirar una casa campesina, ahogada entre el maíz y el cáñamo, y enseguida nace una historia.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Las fiestas de fin de año

Esto me lo encontré y me pareció muy interesante:


El estrés que generan las Fiestas de Fin de Año.
Los "balances" personales que suelen elaborarse para estas épocas pueden ser dañinos.
Hay que hacer sólo lo que se pueda, ser realistas y evitar las relaciones y situaciones conflictivas.
"¡Otra vez las fiestas!, De lo que me propuse no hice ni el 50 por ciento, estoy agotado, necesito vacaciones".
¿Quién no se reconoce en estas frases simples que, sin embargo, dan cuenta de una relación tan compleja como la que mantienen el cuerpo y la mente ?
Y son la exteriorización de una certeza médica: las fiestas y el ciclo de 365 días que se cierra, potenciándose entre sí, convierten a esta época en el momento más estresante del año para la mayoría de la gente.
El trajín de Navidad y Año Nuevo, desde la organización de la cena, la puesta a punto de la casa y la compra de regalos -todo con los chicos en casa porque terminaron las clases-, hasta su carga emocional por los seres queridos que no están, y las molestias que incluyen a los familiares "conflictivos" (con los que hay que reunirse a festejar), son parte del paquete de exigencias disparadoras del estrés.
¿Qué más? Fechas límites en el trabajo, en los estudios y el clásico balance existencial que suele venir con saldo negativo.
Y además, hay que ser felices y pasarla bien, porque por algo se llaman "Fiestas".
Las abordamos con expectativas muy altas, ligadas al sistema de creencias que tenemos de cómo serían las fiestas ideales. En general, lo ideal se liga a que sea familiar, al reencuentro, a expresar sentimientos de solidaridad y perdón y esto no suele darse, más aún, se producen desencuentros.
Otro factor es que ésta es, en las empresas como en la vida, la hora del balance. Y ahí nos encontramos con las expectativas que pusimos en el año y que no se pudieron cumplir. Quizá porque las metas eran difíciles o porque necesitábamos más tiempo para concretarlas.
"Otro año más no cumplí lo que me propuse", suele ser el lamento común.
Emociones, estrés y salud.
Si ciertas circunstancias tienen repercusiones emocionales específicas, fin de año es un momento particular para la sociedad.
Corre tanto para hombres como para mujeres.
Por eso para los médicos no es ninguna sorpresa que para esta época mucha gente se enferme o experimente un recrudecimiento de enfermedades existentes. El estrés produce agotamiento. Primero hay una alarma, una reacción de defensa y después viene el agotamiento psicofísico. El organismo se debilita y aparecen una serie de desórdenes como hipertensión arterial, trastornos digestivos o fatiga muscular. En el consultorio aumenta el trabajo. Se duplica el número de pacientes por consultas clínicas y psiquiátricas.
Para batallar en mejores condiciones contra las exigencias de la temporada de fiestas los especialistas sugieren:
- Aumentar la "dosis" de relaciones afectivas, porque son una malla social de contención.
- Planear las fiestas para reunirse con aquellos con los que se va a sentir bien y, en lo posible, evitar las relaciones no deseadas.
- Aprender a decir que NO sin lastimar a nadie.
- No aceptar aquello que después resulte una carga.
- Si el balance es negativo, reevaluar si las metas y el tiempo eran los adecuados. Y adecuar los nuevos proyectos a conceptos realistas y sustentables.
Todos son consejos provenientes del más puro sentido común. Y si cuesta tanto ponerlos en práctica es porque hay que enfrentar a un núcleo duro.
Las expectativas irreales tienen que ver con las creencias y éstas, que nos manejan la vida, tienen más peso que la razón.
Por todo eso, para estas Fiestas, razone antes ...

Ah como chin.....

Con eso de lo que le dijo el rey de España al presidente de Venezuela.
Independientemente de esa frase, que francamente es de mal gusto (aquí y en China), las palabras deben ser respetadas, lo que Chávez decía no deja de ser un aviso para toda la América Latina, por un lado Aznar ya no es el representante de España y si la memoria no me falla, fue él junto con el presidente de los USA, quienes dieron por bueno el derrocamiento de Chávez, mismo que a fin de cuentas no fue mas que un intento fallido. Por otra parte está el caso de que ahora ya no se está conquistando América por las armas, se está haciendo en el plano financiero, llámense bancos, cadenas hoteleras, desaladoras de agua de mar, energía eléctrica, etc., simplemente se están incrustando en el mercado económico, ejemplo de ello tenemos los nuevos hoteles que se han abierto al turismo extranjero que visita Cuba, (Sí, dije Cuba), Banco Santander, Banco Bilbao Vizcaya y hasta en el ramo petroquímico.
Ahora bien, si entre personas normales debe de haber respeto, como es posible que alguien con la educación del rey se comporte de esa manera? se sabe perfectamente el comportamiento de Chávez y que habla hasta por los codos, aunque muchas veces solo diga tonterías y agreda a medio mundo, si has de coincidir con el en algún lado pues sácale la vuelta y listo, si has de estar cerca de el pon oidos sordos, el rey de España será muy rey pero no es jefe de gobierno de un país, es como la reyna de Inglaterra, solo un título y párenle de contar, para eso están los representantes del pueblo y en esta ocasión el de España es Zapatero.
En fin, la política me da risa.... y asco.

Deseos para el 2008

1.- No dejar de fumar

2.- No hacer mas ejercicio del que no hago

3.- No buscarme una mascota

4.- No levantarme temprano (salvo que llueva)

5.- Seguir sin que me preocupen las cosas

6.- Quererme menos y no consentirme

7.- No querer ser alguien especial

8.- Ver menos televisión

9.- Olvidarme de las noticias

10.-Simplemente vivir a mi gusto!!

(Esos son por lo pronto)

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Las preguntas

Dicen que uno nunca se cansa de decir tonterías (y hacerlas), hay veces en que uno ve como dos personas se acercan a la puerta de un establecimiento y el primero empuja la puerta y ¡¡oh sorpresa!! está cerrado y llega el otro y le pregunta (con la clásica cara de asno): está cerrado?
Y como esa mil preguntas que sería difícil de enlistar, veamos esta de mi cosecha: estás leyendo lo que escribo?
Y las clásicas de siempre: Ya llegaste? No, estoy aun en la luna
¿Porqué seremos así? Vemos las cosas y las comprendemos, digo, somos pero no tanto, y como siempre pasa, repetimos las cosas que saltan a la vista

jueves, 8 de noviembre de 2007

Quejas

En estos días es muy común escuchar a las señoras quejarse "porque lavaron mucha ropa" y están cansadas. Yo me pregunto: como se van a cansar si usan lavadora automática? El trabajo consiste en echar la ropa y después colgarla. ¿Eso es lo que les cansa? De seguro que no, mas bien parece un dicho que aprendieron desde pequeñas y repiten como si fuera ley. Caray, hay que darle vuelta al disco (el moderno me dicen) y que se quejen de otra cosa
Cuando dicen: ¿qué te gustaría comer? parece que lo hacen con doble intención puesto que ya saben que van a hacer, si uno les contesta que caviar le responden a uno que es lo que hay en casa, entonces, para que preguntan? Si buscan aprobación para su forma de cocinar que mejor que ellas mismas para juzgar? Saben que le falta y que le sobra a la comida y a querer y no uno se acostumbra a su comida y se come lo que prepara, o no es así?

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Jesus García Corona

En la ciudad de Hermosillo, Sonora, nació, el 13 de noviembre de 1881, Jesús García Corona, a quien la historia conociera como El Héroe de Nacozari; murió el 7 de noviembre de 1907. En 1898 arribó al pueblo de Nacozari la viuda Rosa Corona de García y sus ocho hijos.
El menor, Jesús, fue el mejor aprendiz de las actividades de su padre, dominando los rudimentos básicos de la metalurgia y la mecánica. Desde su temprana infancia mostró una buena habilidad en el manejo de maquinaria.
Recién cumplidos sus 17 años, Jesús solicitó empleo directamente en la oficina del ferrocarril de la Compañía Minera. Trabajó como controlador de frenos y ya después como bombero. A la corta edad de 20 años llegó a ser ingeniero de máquinas.
Con las promociones llegaron los incrementos de sueldo. El martes 7 de noviembre de 1907 era otra más de las jornadas de trabajo en la mina. Habiendo removido el freno, y después de manipular palancas y válvulas, llegó en pocos minutos a El Seis (a seis millas de Pilares), donde había almacenes y casas de trabajadores que mantenían las vías. Para hacer posible la quema segura de combustible, la locomotora contaba con un contenedor, en donde las chispas eran sofocadas con mayas. Pero en esos días no estaba funcionando, Jesús reportó que algunas brazas vivas estaban escapando del mismo
Cronología de la explosión Tiempo: 1:00 PM. Después de una primera vuelta a la mina, la locomotora alcanzó de nuevo El Seis. Con suerte, Jesús debía completar dos corridas más. Un mensajero lo aborda para darle una noticia inesperada: Necesitan suplementos en la mina. Dirígete en el tren al más bajo nivel y habla con el señor Elizondo. Necesitarás cinco carros y algunas cosas más que él pedirá.
Jesús dejó 50 de sus góndolas en El Seis y descendió a la mina. Como le explicaría el Sr. Elizondo, cuatro toneladas de dinamita (utilizadas en la ampliación de la mina) serían llevadas al almacén de explosivos para colocarse en dos furgones. Era el más poderoso tipo de dinamita, traído por tren desde Oakland California a Pilares y Nacozari.
Tiempo: 2:00 PM. En el nivel más bajo de la mina, el cargamento había sido completado. En espera de su locomotora, Jesús estaba apaciblemente molesto en descubrir que los trabajadores habían dejado disminuir el fuego, lo cual había ocasionado una perdida de presión del vapor. Ello le tomó tiempo para reponer la pérdida y, probablemente también, provocó la distracción de los ingenieros en otro error aún más serio: no colocar los carros con explosivos al final del cuerpo del tren. En este viaje, los trabajadores colocaron la dinamita en los dos primeros carros, enseguida del motor de combustión. La disposición de la carga debía ser autorizada por el conductor, pero ese día no había tal.
Impaciente, Jesús ayudó a José Romero a colocar el fuego, lentamente la presión del vapor subió. Luego, tan lento como fue posible, Jesús dio reversa al vehículo y lo colocó fuera de la mina; el viento del norte empezaba a jugar con los remolinos del humo y del vapor. Librada del freno, la locomotora trabajaba en contra del viento; las chispas vivas, emanadas del contenedor, que no había sido arreglado, volaron sobre el motor y la cabina, llegando incluso hasta los dos primeros furgones, cargados con cajas de dinamita.Al principio el fuego fue notificado por la cuadrilla de trabajadores y más adelante por simples transeúntes. Francisco Rendón, frenero encargado de dirigir los rieles a Pilares, le gritaba desesperado que tratara de extinguir el fuego. Frena el tren le gritaba Francisco con la idea de apagar el fuego, pero a esa altura del trayecto no había agua. Incrementado por el viento que el movimiento del tren producía, el fuego se expandió. Si Jesús hubiera parado el tren, Francisco habría podido alejar las cajas de dinamita del fuego y apagar éste con tierra. Aún así metió sus manos entre las cajas y, como el tren iba lento, arrojó algunas cajas al suelo. Por el momento el plan demostraba ir funcionando. Sin embargo el aire fluyó a través de las cajas e intensificó las llamas, Francisco y el otro frenero intentaron inútilmente detener con sus ropas el fuego. Cuando la esperanza se desvaneció por la intensidad del fuego, Jesús le pidió a la cuadrilla que lo acompañaba que se arrojaran del tren e imprimió toda la fuerza a la locomotora. Fue recordado diciendo: - ¡Váyanse!, déjenme solo. y estoy corriendo mi suerte. Dijo también, ¡pídanle al Padre una misa por mí! Me voy a mi muerte. José, el frenero, le decía déjame el tren Jesús, tú tienes familia, yo no tengo nada. Pero Jesús insistió: No. Yo soy el ingeniero, sálvate tú.
Obedeciendo las órdenes de Jesús, José Romero saltó del tren y rodó hacia la maleza. Milagrosamente había alrededor una loma en donde se refugió. Cien metros más adelante el tren divisaba El Seis en una área despejada. Jesús y su locomotora subieron a través del escarpado. Necesitaban avanzar otros cincuenta metros para llegara un terreno plano en donde Jesús pudiera así luchar por su vida. Opuesto a este terreno plano, justo a veinte metros, se observaban ocho casas improvisadas de trabajadores manuales a los que Jesús gritaba palabras que no podían entender por el sonido del vapor y del silbato del tren.
Tiempo: 2:20 PM. Tan enorme fue la explosión que la locomotora desapareció completamente. Jesús murió al instante, lanzado por el frente de su cabina. Gran parte del motor fue también lanzado y el cuerpo de Jesús fue alcanzado por las ruedas traseras.
Un estruendo como temblor sacudió Nacozari y la onda de expansión quebró vidrios y sacudió las habitaciones. El hijo del Sr. Douglas, de cuatro años de edad nunca olvidaría la explosión, pues fue oída a diez millas de Nacozari. Fue posible observar a lo lejos, la nube de humo y los destellos metálicos que producían los materiales y las rocas en el aire, mismos que caerían sobre los techos de Nacozari. Sobre una de las montañas ubicada a dos y media millas al este de El Seis, fueron encontrados restos de uno de los furgones. El pánico azotó a los pobladores del pueblo, quienes creyeron que había explotado el tanque de gas de la Compañía o del almacén, pero pronto observaron que el humo provenía de El Seis.
El rescate derivó en desorden. Tiempo después, recuperándose de la impresión, una cuadrilla de hombres siguió a caballo la vía rumbo a la explosión. En el camino encontraron a Hipólito Soto, visiblemente dañado: - La dinamita, la dinamita, ha explotado. Todo se ha ido.
En silencio, los sobrevivientes removían los escombros del tren: carros despedazados y cabinas destruidas. El motor estaba encajado en un cráter, lejos de las vías. Jesús fue identificado por sus botas, lo cual fue trabajo de sus hermanos, quienes recogieron los restos y lo llevaron a casa. Su madre, quien tan segura estaba de la tragedia, no quiso quedarse en Nacozari ese día.
Por la tarde, el cielo oscuro y las pesadas nubes limpiaron las llamas de lo que fue el catastrófico accidente y lavaron de esa forma el pueblo que fuera salvado por Jesús García. En el hospital, los doctores trabajaron toda la noche con los heridos; José Romero, por la intensidad del sonido fue afectado mentalmente, oyendo la tempestad y los relámpagos repetía: - En esta noche hasta el cielo llora.
La vida de “El Héroe de Nacozari” fue muy corta; en su honor se levantó un monumento y la población se llama ahora Nacozari de García; fue declarado Héroe de la Humanidad por la American Royal Cross of Honor de Washington, una calle de la ciudad de México lleva su nombre

Citas modernas

Miente quien diga que estoy gordo, tengo estómago de lavadero (con 6 kg de ropa)

Cumpleaños

Diálogo por teléfono a las 6:40 a.m.
-Bueno?
-Hola Jenny
-hola papi
-está por ahí la tiki?
-si, te la paso
.......................
...............
-Hola papi
-hola, que día es hoy?
-lunes 5 de noviembre, por?
-opss, entonces te hablo mañana, chaoo
-chaooo
click

Y todo porque el 6 de noviembre es cumpleaños de Jaqueline (la Tiki), quien me manda ser tan despistado y adelantarme un día.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Día de muertos

Permítanme que me ponga a dudar sobre ello, mas bien parece ser que es el día de los vivos.
Hace muchos años que al día de los fieles difuntos le llamo de otra forma: La feria del hueso!!!
La razón de ello es muy sencilla, cuando vamos al panteón o camposanto, algunos vamos a rezar, otros simplemente a ver que es lo que hay de nuevo dentro del espectáculo. Y digo espectáculo ya que se ve de todo. Se puede decir que es el día preferido para comer caña de azúcar, sentarse en alguna lápida y cuchillo en mano empezar a pelarla y ahí mismo comerla. Esto es parte de lo que se ve dentro del área del panteón, por fuera de él (y eso desde hace solo un par de años) se llena de puestos donde se vende de todo tipo de comida, de refrescos, de flores (y vaya que hay competencia en las flores), en fin, lo único que falta son los juegos mecánicos para que la diversión sea completa. Naturalmente habrá gente que vaya a rezar a sus difuntos, a limpiarle la tumba, a ponerle agua en los floreros y tupirlos de flores, después de todo es solo una vez al año en que parece que se acuerdan de quienes están ya bajo tierra.
La diversión empieza cuando vas con rumbo al panteón, hay una fila de carros que parece que no avanza, con operativos policíacos para que sea en forma ordenada (y lo medio logran), después llegas y no encuentras donde estacionarte!!, bueno, en el panteón viejo se usa un campo agrícola como estacionamiento, claro que hay que pagar por usarlo y no hay garantía de que te cuiden el carro, en el nuevo simplemente lo dejas donde puedas y a caminar se ha dicho, lo bueno es que con tanta gente es difícil que los rateros se animen a hacer de las suyas y te roben algo, luego el caminar entre las tumbas, ver cual es más vieja, cual es la mas bonita, cual está mejor decorada, bueno, de todos los gustos, hasta para escoger, perdón, mejor no escoger que a fin de cuentas vaya uno a saber donde ha de quedar; después de pasarte todo el día por allá (o hasta que te canses) empieza la romería del regreso, otra faena igual de complicada que la llegada, solo que con la bendición de los muertos para que llegues vivo a casa, no es una maravilla?

jueves, 1 de noviembre de 2007

Jálogüin

Como ha venido sucediendo a lo largo de los últimos años, hay quienes se desgarran las ropas en contra de la festividades de haloween (jálogüin para los que "parlamos" inglich), desde mi punto de vista solo es una fiesta mas que favorece al comercio, -quizás por eso la fomenta- quizás haya brujos y brujas, pero dudo mucho que dediquen ese día en especial para conmemorarse, santería o no santería, solo veo que los niños (y no tan niños) andan mal disfrazados por las calles pegando de gritos en cada casa que llegan, con ese estribillo de "queremos dulces para la fiesta de jálogüin", para los adolecentes y mayorcitos están los bailes y reuniones donde se festeja todo...menos a las brujerías. Se le hace daño a alguien? Eso ya depende de como se comporte la chamacada, por acá andan "armados" con huevos de gallina (no son de avestruz, pesan mucho) y si no les das dulces o les caes mal... zaz, directo contra la puerta de tu casa o alguna de las paredes y a correr se ha dicho, claro que también hay pequeñas "guerritas" entre ellos mismos, de grupo a grupo o de barrio a barrio, generalmente son mayorcitos de los 13 años, con plena conciencia de lo que andan haciendo, pero no pasa de simple marrullería, se acaban los huevos y se acaba el relajo.
Que si el origen era esto o aquello, creen que en realidad importa? A fin de cuentas, son muy pocos quienes saben que el viejo panzón vestido de rojo y de larga barba blanca "a" Santa Claus es un simple invento publicitario de la Coca Cola para promover su producto. Si no lo sabías...pues ya lo sabes.