miércoles, 26 de diciembre de 2007

Texto especial

Mucho se ha hablado sobre la navidad y sus dimes y diretes me han llevado a encontar un escrito de Germán Dehesa, espero les divierta y les haga pensar un poco, aquí se los dejo:


"Estoy a punto de librarla. Este año como nunca la bitácora de Scrooge y su plan de vuelo pudieron cumplirse de modo muy cercano a la perfección. No fue nada fácil. Sé que por cada Scrooge hay 500 mujeres, sin contar a su esposa, dispuestas a impedir que salga adelante con sus proyectos de restauración de la Navidad. En mi caso, eran las 11:45 de la noche y todavía alguna mujer habló a la soledad de mi hogareño retiro para increparme: ¿Qué te crees?, ¿qué pretendes demostrar?, ¿ya te vio un médico?, ya me imagino lo triste y lo deprimido que has de estar ahí como perrote, ¿me oyes? Perdóname, ¿me podrías repetir la pregunta?, es que cuando hablas tú, me pongo a pensar en otra cosa. ¿Sabes qué?, eres un idiota y si quieres pudrirte, púdrete. Eso es lo que yo digo: Vive y deja vivir. Entiendo que hay espíritus tan estragados que hasta se divierten con la Navidad santaclosera y el hecho de que su sobrino Moncho les derrame los romeritos en el pantalón, lo toman como un rasgo de ternura, cuando es de una malevolencia cósmica. Gabilondo Soler y yo afirmamos: Nosotros no somos así. De estas navidades con el regadero de abrigos, la cena a una hora estúpida, el pequeño Woodstock que se organiza a la hora de entregar los regalos, los modos salvajes que tiene el niño azteca para desenvolverlos y los berrinches que hacen cuando su papá no quiere ayudar al caperuzo a armar el rompecabezas de mil 500 piezas que les acaba de regalar su tía Lucha (mal rayo la parta), o cuando su turbocarrito no trae pilas y entonces no descansan hasta conectarlo directamente con la corriente de la casa, obteniendo así un efecto deslumbrante, si es que el niño no se queda pegado, porque entonces todos acaban en urgencias. Entiendo que haya quien disfrute esto. Yo no.Muchos años padecí esas navidades. Ya no. Ahora no acepté ninguna invitación, tampoco invité a nadie, no compré ningún regalo, no frecuenté a ningún niño pringoso, no escuché ningún villancico, no fui a ninguna posada; en fin, tuve un récord perfecto que me valió tener gravísimas tensiones con el sector femenil.El lunes 24 hacia las 11 de la mañana, recibí la emocionante visita de Denise Dresser. Profundamente agradecido. Platicamos muy animada y sabrosamente como es nuestra costumbre; pero a la hora de llegar a los festejos navideños, vino un leve desencuentro. Ella sí celebra con pompa y circunstancia y cuando supo que planeaba, tal como lo escribí, permanecer en mi hogar en compañía de ángeles, fantasmas y fuegos fatuos, creo que no la hice muy feliz, aunque de manera rápida reviró: Si quieres puedes venir a mi casa. Un ofrecimiento por demás galante y conmovedor, pero en abierta contradicción con los sellados protocolos de Scrooge. Denise fue la primera de unas diez o doce chicas de edades y temperamentos diversos quienes, a lo largo del día, me asediaron vía telefónica para decirme que estaba yo absolutamente firuláis y que me dejara ya de fingimientos y trampantojos y me presentara en sus respectivas casas para que pudiera yo sentir el calor de la Navidad.A todas les agradecí su buena disposición, pero con suave firmeza les indiqué que esa noche no me harían salir de mi casa, pero ni por nada del mundo. Pues me da pena por ti, porque tú solito te estás labrando tu desgracia y cada día vas a estar más solo y más solo hasta que seas como Gulliver. ¿No será Robinson? ¡Ése!, así vas a acabar tú por perrotón y sácaletiras.Así llegó la noche. La pasé de maravilla con mis discos, mis películas y mis libros. Recé por todos ustedes. Cené una buena porción contrabandeada del bacalao que hacía mi mamá y aviso que Scrooge durmió feliz y a sus mulas anchas"

miércoles, 19 de diciembre de 2007

El tesoro

LLEGÓ a la casa parroquial el Flaco, un joven excombatiente de la resistencia que oficiaba de mensajero de Pepón cuando éste luchaba en los montes, y que ahora estaba empleado de mandadero en la Municipalidad. Traía una carta grande, de lujo, escrita a mano en letra gótica y con el membrete del partido.
Vuestra Señoría queda invitada a honrar con su presencia la ceremonia de proyecciones sociales que se desarrollará mañana a las 10 horas en la Plaza de la Libertad.
El Secretario del Comité, compañero Bottazzi Alcalde José Don Camilo se encaró con el Flaco. - Dile al compañero Pepón alcalde José, que no tengo ningún deseo de ir a escuchar las acostumbradas pamplinas contra la reacción y los capitalistas. Las sé de memoria. - No - explicó el Flaco - , no habrá discursos políticos. Será una ceremonia patriótica de proyecciones sociales. Si usted se niega a concurrir significa que no entiende nada de democracia. Don Camilo meneó gravemente la cabeza. - Si las cosas son así, no he dicho nada. - Bien. Dice el jefe que vaya de uniforme y con todos los utensilios. - ¿Qué utensilios? - Sí, el baldecito y el pincel; hay mucho que bendecir. El Flaco hablaba de este modo a don Camilo precisamente porque era el Flaco un tipo que por su talla especial y agilidad diabólica, en la montaña podía pasar entre las balas sin recibir un rasguño. Así, cuando el grueso libro lanzado por don Camilo llegó donde estaba la cabeza del Flaco, este ya había saltado fuera de la rectoral y apretaba los pedales de su bicicleta. Don Camilo se levantó, recogió el libro y fue a desahogarse con el Cristo del altar. - Jesús – dijo - , ¿será posible que no se pueda saber qué están tramando esos para mañana? Nunca vi cosa tan misteriosa. ¿Qué significarán todos estos preparativos? ¿Qué significan los ramos que están plantando en torno del prado entre la farmacia y la casa de los Baghetti? ¿Qué diablura estarán maquinando? - Hijo, si fuese una diablura, en primer lugar no la harían a la vista de todos y secundariamente no te llamarían para la bendición. Ten paciencia hasta mañana. Por la noche don Camilo fue a dar un vistazo, pero no vio sino ramos y festones en torno del prado y nadie sabía nada. Cuando por la mañana partió seguido por dos acólitos, le temblaban las piernas. Sentía que algo no funcionaba bien en el asunto. Presentía una traición. Volvió al cabo de una hora, deshecho y afiebrado. - ¿Qué ha sucedido? - le preguntó el Cristo del altar. - Una cosa como para hacer erizar el cabello - balbuceó don Camilo- . Algo horrendo. Banda, himno de Garibaldi, discurso de Pepón y colocación de la piedra fundamental de la "Casa del Pueblo". Y yo he debido bendecir la piedra. Pepón reventaba de satisfacción. Y el pillastre me ha invitado a decir dos palabras, de modo que también he debido pronunciar un discursito de circunstancias. Porque aunque se trata de un acto del partido, el bellaco lo ha presentado como una obra pública. Don Camilo se paseó de arriba abajo por la iglesia desierta, luego se paró delante del Cristo. - Casi nada – exclamó - . Sala de tertulia y de lectura, biblioteca, gimnasio, dispensario y teatro. Un rascacielos de dos pisos, con campo de deportes anexo y cancha de bochas. Todo eso por la miserable suma de diez millones. - No es caro, dados los precios actuales - observó el Cristo. Don Camilo se desplomó en un banco. - Jesús - suspiró dolorido- , ¿por qué me habéis hecho este agravio? - ¡Don Camilo, tú desvarías! - No; no desvarío. Hace diez años que os ruego de rodillas que me ayudéis a conseguir algún dinero para instalar una pequeña biblioteca. Una sala de recreos para los niños con calesita y columpios, y, de ser posible, una pileta chica de natación como la de Castellina. Hace diez años que me afano haciendo cumplimientos a esos puercos propietarios tacaños que de buena gana abofetearía cuando los encuentro; he combinado doscientas loterías, he llamado a dos mil puertas y no he conseguido nada. Llega ese pícaro excomulgado y le llueven del cielo diez millones en el bolsillo. El Cristo meneó la cabeza. - No le han llovido del cielo - dijo- . Los ha encontrado en la tierra. Yo nada tengo que ver en el asunto; es fruto de su iniciativa personal. Don Camilo abrió los brazos. - Entonces la cosa es simple: significa que yo soy un pobre estúpido. Don Camilo, ya en su casa, recorría rugiendo su habitación. Descartó que Pepón hubiese conseguido los diez millones asaltando a la gente en la calle o forzando la caja de caudales de un banco. - Ese, los días de la liberación, cuando bajó de los montes y parecía que estaba por estallar la revolución proletaria de un momento a otro, debe de haber explotado el miedo de esos cobardes de ricachos y haberles sonsacado plata. Pensó luego que en aquellos días no había un solo rico en el pueblo; en cambio había un retén inglés llegado junto con los hombres de Pepón. Los ingleses se habían alojado en las casas de los señores, ocupando el lugar dejado libre por los alemanes, quienes, dueños del pueblo bastante tiempo, habían limpiado racionalmente las casas de todo lo mejor. Luego, ni siquiera se podía pensar que Pepón se hubiese procurado los diez millones saqueando. ¿Acaso el dinero le venía de Rusia? Se puso a reír. ¡Cómo imaginar que los rusos tengan en cuenta a Pepón! - Jesús - le fue a implorar por fin don Camilo - . ¿No puedes decirme de dónde ha sacado el dinero Pepón? - Don Camilo - respondió el Cristo sonriendo -, ¿me has tomado por un agente de investigaciones? ¿Por qué pedir a Dios cuál es la verdad cuando ella está dentro de ti? Búscala, don Camilo, y entre tanto, para distraerte un poco podrías dar un paseo hasta la ciudad. La tarde siguiente, volviendo de su viajecito a la ciudad, don Camilo se presentó al Cristo en un estado de agitación impresionante. - ¿Qué te sucede, don Camilo? - Una cosa enloquecedora - exclamó éste jadeante - . ¡He encontrado un muerto! ¡Cara a cara en la calle! - Don Camilo, ¡cálmate y razona! Habitualmente los muertos con quienes uno se encuentra cara a cara en la calle están vivos. - Lo excluyo - gritó don Camilo. El mío es un muerto - muerto, porque yo mismo lo llevé al cementerio. - Si es así - repuso el Cristo - no tengo nada que decir. Será un fantasma. Don Camilo se encogió de hombros. - ¡Tampoco! Los fantasmas existen solamente en la cholla de las mujeres estúpidas. - ¿Y entonces? - Vaya uno a averiguar - refunfuñó don Camilo. Don Camilo ordenó sus ideas. El muerto era un mocetón flaco, no del pueblo, que había bajado de los montes junto con los hombres de Pepón. Estaba herido en la cabeza, maltrecho, y lo habían depositado en la planta baja de la villa Docchi, que había sido la sede del comando alemán y después del comando inglés. En la pieza contigua a la del herido, Pepón había instalado su despacho - comando. Don Camilo recordaba perfectamente. La villa estaba rodeada de tres puestos de centinelas ingleses y no entraba ni salía una mosca, porque allí cerca se combatía y los ingleses aman particularmente su pellejo. Esto había ocurrido por la mañana; la misma noche el mozo herido había muerto. Pepón mandó llamar a don Camilo hacia la media noche, pero cuando don Camilo llegó, el muchacho estaba ya frío. Los ingleses no querían muertos en la casa y al mediodía el ataúd con el pobre muchacho salía de la villa llevado en peso por Pepón y sus tres hombres más fieles, cubierto por una bandera tricolor. Un pelotón armado de ingleses - ¡oh qué buenos! - le había rendido honores. Don Camilo recordaba que la ceremonia fúnebre había sido muy conmovedora: todo el pueblo había seguido el féretro, que iba en una cureña de cañón. Y el discurso en el cementerio, antes de echar el cajón a la fosa lo había dicho él, don Camilo, y la gente lloraba. También Pepón, que estaba en primera fila, sollozaba. - ¡Cuándo me empeño, yo sé hablar! - díjose complacido don Camilo evocando el episodio. Luego reanudó el hilo lógico de su discurso y concluyó: Y con todo ello estoy dispuesto a jurar que el muchacho flaco que encontré hoy en la ciudad es el que conduje a la sepultura. Suspiró. - ¡Así es la vida! Al día siguiente don Camilo fue a buscar en su taller a Pepón, a quien encontró trabajando echado bajo un automóvil. - Buen día, compañero alcalde. He venido para decirte que desde hace dos días estoy pensando en la descripción de tu Casa del Pueblo. - ¿Qué le parece? - preguntó Pepón riendo maliciosamente. - Magnífica. Me he decidido a edificar ese pequeño local con piscina, jardín, campo de juegos, teatrito, etcétera, que como sabes, tengo en la cabeza desde hace tantos años. Pondré la piedra fundamental el próximo domingo y estimaré mucho que tú, como alcalde, estés presente. - Con mucho gusto; cortesía por cortesía. - Bien. Entre tanto, procura achicar un poquito el plano de tu casa. Es demasiado grande, en mi opinión. Pepón lo miró asombrado. - Don Camilo, ¿desvaría? - No mucho más de aquella vez que oficié una función fúnebre con discurso patriótico ante un cajón de muerto que no debía estar bien cerrado porque ayer encontré el cadáver de paseo por la ciudad. Pepón rechinó los dientes. - ¿Qué quiere usted insinuar? - Nada; ese ataúd al que los ingleses presentaron armas y que yo bendije, estaba lleno de objetos hallados por ti en la villa Dottí, donde antes estuvo el comando alemán. Y el muerto estaba vivo y escondido en el desván. - ¡Ah! - gritó Pepón- . ¡Volvemos a la vieja a historia! ¡Se trata de difamar el movimiento de la Resistencia! - Deja en paz la Resistencia, Pepón. A mí no me engañas. Pepón mascullaba oscuras amenazas. Esa misma tarde don Camilo lo vio llegar a la casa parroquial acompañado por el Brusco y otros dos tipos, los mismos que habían alzado el ataúd. - Usted - dijo ceñudo Pepón - tiene poco que insinuar. Todas eran cosas robadas por los alemanes: platería, máquinas fotográficas, instrumentos, oro, etcétera. Si no las tomábamos nosotros, lo mismo lo habrían hecho los ingleses. Era el único modo de sacarlas de allí. Aquí tengo recibos y testimonios: nadie ha tocado una lira. Se han logrado diez millones de provecho, y diez millones serán gastados en beneficio del pueblo. El Brusco, que era fogoso, se puso a gritar que tal era la verdad y que él por las dudas sabía muy bien cómo tratar a cierta gente. - Yo también - repuso don Camilo con calma. Y dejó caer el diario que tenía extendido ante sí, y entonces se vio que bajo el brazo derecho llevaba el famoso ametrallador que un tiempo fuera de Pepón. El Brusco palideció y dio un salto atrás, mientras Pepón abría los brazos. - Don Camilo, me parece que no es del caso reñir. - Lo mismo me parece a mí - dijo don Camilo. Tanto más cuanto que estoy de acuerdo con ustedes: diez millones se han reunido y diez millones deben ir a beneficiar al pueblo. Siete para vuestra Casa del Pueblo y tres para mi recreo - jardín para los hijos del pueblo. Sinite parvulos venire ad me. Yo exijo solamente mi parte. Los cuatro se consultaron en voz baja. - Si usted no tuviese esa maldita herramienta en las manos, le responderíamos que este es el más vil chantaje del universo. El domingo siguiente el alcalde Pepón presenció con todas las autoridades la colocación de la piedra fundamental del recreo- jardín de don Camilo. Y hasta pronunció un discursito. Pero encontró la oportunidad de susurrar a don Camilo - Esta primera piedra tal vez habría sido mejor empleada atándosela al cuello y después arrojándolo al Po. Al atardecer don Camilo fue a referir lo ocurrido al Cristo del altar. - ¿Qué me decís? - preguntó al fin. - Eso que te dijo Pepón: si tú no tuvieses esa maldita herramienta en las manos diría que éste es el más vil chantaje del mundo. - Pero yo en la mano no tengo más que el cheque que me ha entregado Pepón - protestó don Camilo. - Justamente - susurró el Cristo- . Con estos tres millones harás demasiadas cosas buenas y hermosas, don Camilo, para que yo pueda maltratarte. Don Camilo se inclinó y fue a dormir y a soñar con un jardín lleno de chicos, un jardín con calesita y columpio, y en el columpio el hijo menor de Pepón, que gorjeaba como un pajarito

lunes, 10 de diciembre de 2007

La primera noche

Después de todo aquel movimiento fui trasladado a un cuarto casi oscuro, a pesar de ser en pleno verano me pusieron en una cama dura y helada, no fría, helada, después sabría que era la sala de rayos X, estaba apenas acostumbrándome a esa superficie helada cuando entra mi cuñado para preguntarme que si como estaba!!! ¿Porque somos tan afectos a preguntar eso? Naturalmente que le dije que me sentía bien, que no se preocupara, que estaba en buenas manos, que no pasaba nada malo, fue cuando me dijo que ya venía no se que doctor, que era conocido de el y que era de lo mejor que había en Nogales, el tratando de echarme porras y yo con la mente en otro lado, no pensando precisamente en la familia, sino en lo frío de la mesa. Después me trasladaron a otro cuarto, con mas iluminación y varias camas, de reojo alcanzaba a ver a una enfermera que no se que hacía sentada, siempre agachada, eso si, con la radio prendida y hablando con otra enfermera que debía de estar cerca, muy cerca, pero que nunca vi.
Mi mente estaba ciclada en un “no te duermas, no te duermas, aguanta, aguanta”, a ratos venía y me tomaba la presión, en una de esas alcance a oír que le decía a otra que era de 70-40, después comentaron sobre un muchacho que venía herido y que le urgía una transfusión de sangre pero que la familia se negaba por cuestiones religiosas, ahí mi pensamiento giró hacia esa postura tan radical y bueno, aunque no la apruebo también se que solo uno puede decidir sobre su vida y no los demás, ahora que si estaba tan delicado….
A medida que transcurría el tiempo empecé a sentir los labios resecos, la lengua por el estilo y comenzó el tiempo de dar guerra a la enfermera, pidiéndole agua, que tenia mucha sed, ella en su plan de que no podía tomar agua y uno suplicándole tan solo unas gotitas, cuando por fin accedió a mojarme solo los labios me dijo que no tratara de chupar el algodón en el que me los humedecía, el instinto es mayor a las fuerzas de uno y no pude evitar el tratar de hacerlo pero hábilmente esquivo el intento y solo quedó en los labios, cuantas veces? no lo se, pero la insistencia fue por largo tiempo. A ratos lograba alzar la cabeza, apenas unos centímetros y miraba hacia mis brazos sin fuerzas, en ambas me conectaron sueros y medicamento, quien dijera que apenas unas cuantas horas atrás era el amo de la carretera, que había escarbado hasta dar con el tapón del drenaje, que había compartido una deliciosa cena con mis seres queridos y que ahora me encontraba en una camilla, sin poder moverme, con un pensamiento que me daba fuerzas: no tengo la columna vertebral dañada puesto que puedo mover y sentir mis pies, puedo mover los dedos, puedo y se que todo va a estar bien.Tengo mucha sed, me siento cansado, los ojos se me cierran……. me duermo.

Hay que pensar

Un día, un hombre fue a visitar una iglesia, como era temprano encontró mucho campo en el estacionamiento y al bajarse del carro se le acercó otro coche y su conductor le dijo: "Yo siempre me estaciono ahí usted tomó mi lugar".......
Después entró en la escuela dominical y encontró un asiento libre y se sentó, mas apenas lo había hecho cuando se le acercó una joven señora y le dijo: "Ese es mi asiento!, usted tomó mi lugar!". El visitante afligido se levantó entrando dentro del santuario y tomó asiento, pero... otro miembro de la congregación se le acercó y en tono grosero le dijo "es ahí donde siempre me sentaré, ha tomado mi sitio".
El visitante preocupado por el tratamiento por ese tratamiento recibido, permaneció en silencio.
Mas tarde, como la congregación estaba orando por Cristo, a que viviera en ellos, el visitante se puso de pie y su apariencia empezó a cambiar. Horribles se veían sus cicatrices en las manos y sus pies, alguien de la congregación lo notó y llamándolo le dice: ¿Que pasó con usted?. El visitante respondió, mientras su sombrero se convertía en corona de espinas y una lágrima le escurría de sus ojos: "Tomo mi lugar".


Me llegó por correo, solo lo mal traduzco.

domingo, 9 de diciembre de 2007

El golpe

Ya era de noche, en mi intento por detener el carro había fallado. El golpe simplemente no lo sentí, al menos no en el plan en el que todos llaman “un dolor fuertísimo”, no, para nada, es mas, casi se puede decir que no lo sentí. Solo que algo me pegaba en la cadera.
En un momento me vi tirado en el piso, tratando de moverme pero sin conseguirlo, al llegar mi padre me dice que si como estoy, que si me puedo mover, tremendo susto el que apenas estaba empezando para el, así como para mi familia, le contesté tranquilamente que no podía mover mis piernas, que solo movía los dedos de los pies, de ambos, el insistía en que me tratara de mover, que me levantara y por primera vez le pedí (y no con palabras bonitas), que por favor me moviera de donde estaba, para mi suerte había caído encima de un hormiguero, o mejor dicho casi encima y las hormigas, como es su naturaleza, me habían empezado a picar.
En esos momentos mi cuñado se encargaba de parar un carro que por ahí pasaba, un pick up, entre los 3, (mi papá, mi cuñado y el dueño del auto) me subieron a la parte trasera y ahí que me llevan al IMSS (Instituto Mexicano de Seguridad Social), en el trayecto iba contemplando las luces del alumbrado público y calculando mas o menos cuanto tardaríamos en llegar, la verdad es que, para ser fin de semana, el trayecto se me hizo demasiado corto, por un lado pensaba como es que se había venido tan rápido el carro, que ciertamente era mucha la pendiente que había pero en una distancia tan corta no era para que fuera mas veloz que uno.
Al llegar al hospital, entramos como si fuéramos una ambulancia, directos a donde está la recepción de los heridos, salió el personal y al trasladarme del carro para subirme a una camilla vi algo que no me gustó, una pequeña mancha de sangre, recuerdo haber pensado en ese momento: “Ya valió madre”
La entrada no fue precisamente con “bombo y platillo”, gritos por aquí y por allá, movimiento de gente, todos alrededor de uno, por un lado hablándome, por otro interrogándome, otros pidiendo que no dejara de hablar, lo que se puede decir un soberano despelote, ya no sabía ni a quien dirigirme, por un lado se puede decir que es una muy buena estrategia para mantener a los heridos con la mente funcionando al 200% pero caray, casi me vuelven loco, por un lado contestando a la santa inquisición (que comió, a que horas, que tipo de sangre eres), y otras preguntando por mi estado civil, que si me duele, etc.
Cuando oí el ruido que hacían al cortar mi pantalón me desconecté de todos los demás y les pedí que no lo cortaran, que era nuevo, apenas ese día lo estaba estrenando, mis suplicas, como es de suponer, de nada sirvieron, como buen herido me dejaron con solo la bata que ponen.
Ese día fue el último en que salí a carretera con ropa nueva.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Hace 14 años

Ya sentía el gusanito de la vagancia, se acercaba el fin de semana “largo” , después de 18 días continuos trabajando era el descanso de 3 que prácticamente se convertían en 4, ya que, si bien descansaba viernes, sábado y domingo, la entrada no sería hasta las 11 de la noche del lunes y había mucho tiempo para salir de donde estábamos viviendo, salir de la rutina cotidiana y tomar la de cada tres semanas, que no siempre era la misma; tomé el teléfono y hablé a casa de mis padres en Nogales, Son., me contestó mi papá y le dije que quería ir a visitarlos, el me dijo que no era buen momento, que mi mamá no se encontraba, que estaba en Hermosillo, Son. (Capital del estado), cuidando a la mayor de mis 2 hermanas, a quien le habían hecho un legrado y necesitaba ayuda, que por otra parte estaba tapado el drenaje de la casa, en otras palabras que mejor fuera para el siguiente descanso.
Llegó el tan ansiado fin de semana e inmediatamente al carro toda la prole que en ese entonces consistía de mi esposa Ana María (Mery) con 6 meses de embarazo y las 2 hijas, Jennifer (2 años) y Jacqueline, de tan solo 9 meses, nos fuimos a la ciudad vecina de Agua Prieta y ya estando ahí nos dio por meternos en una mueblería, a mi esposa le gustó un juego de sala y como a mi también pues ahí mismo lo pagamos, con riguroso contado (era cuando aun valía el dinero), esta mueblería tenía servicio de traslado por lo que quedamos en que lo mandarían a mediados de la semana siguiente y ya sin ese pendiente solo nos quedaba ver que hacíamos y me dio por enfilar rumbo a Cananea, otra ciudad cercana, tan solo a 82 Km. de Agua Prieta Son., que a su vez se encuentra a 100 Km. de nuestra casa, una vuelta por la “ciudad del cobre”, como es conocida por su mina de cobre que está en operaciones desde finales del siglo XIX.
Después de andar por la ciudad y comer, nos subimos al carro y enfilamos rumbo a Nogales, a sabiendas de que no estaba mi madre ni que se podría usar cómodamente el baño o la regadera, pero bueno, cuando uno es un poco alocado eso es lo de menos, aparte de que solo estaríamos como máximo una noche ahí y después a la carretera, a ver para donde.
Como era de esperarse nadie nos esperaba, ni mi padre ni mi otra hermana, que vivía en esa ciudad.
Mery se llevó a las niñas a casa de mi hermana mientras yo ayudaba a escarbar hasta dar con el tapón del drenaje, ya localizado (después de mas de 1 hora de estar sacando tierra) y parcialmente destapado nos limpiamos y nos dirigimos a la casa de la Lulú, ahí se hizo cena para las visitas y entre risas y bromas se fue yendo el tiempo hasta que llegó el momento de la despedida.
Nogales es una ciudad hecha entre dos cerros, se puede decir que es una cañada muy amplia y las casas están construidas en las laderas de esos cerros, son pocas las casas que han tenido el privilegio de estar en la zona plana, mas bien dejada para el sector económico y la casa de mi hermana está en la parte baja de un cerro, pero como a unos 3 metros sobre el nivel de la calle, el estacionamiento estaba ocupado por los carros de mi hermana y mi cuñado por lo que Mery lo dejó enfilado rumbo a la entrada principal…..y sin freno de mano.

Incendio

UNA noche lluviosa, repentinamente la casa vieja empezó a arder. La casa vieja era una antigua tapera abandonada en la cima de un montículo escarpado. Aun de día la gente dudaba acercarse porque decían que estaba llena de víboras y de fantasmas. Lo extraño del caso era que la casa vieja consistía en una gran pila de piedras, pues hasta las más pequeñas astillas que habían quedado cuando la habían abandonado después de llevarse toda la madera que pudieron, el aire se las había comido. Y ahora la tapera ardía como una fogata. Mucha gente bajó a la calle y salió del pueblo para contemplar el espectáculo, y no había persona que no se maravillara del suceso. Llegó también don Camilo, quien se situó en el corrillo que miraba desde el sendero que conducía a la casa vieja. - Habrá sido una hermosa cabeza revolucionaria la que ha llenado de paja la barraca y luego le ha prendido fuego para festejar alguna fecha importante - dijo en voz alta don Camilo, abriéndose paso a empujones hasta quedar a la cabeza del montón. ¿Qué dice de esto el señor alcalde? Pepón ni siquiera se volvió. - ¿Qué quiere que sepa? - rezongó. - ¡Vaya! Como alcalde deberías saberlo todo - repuso don Camilo, que se divertía extraordinariamente. ¿Se festeja acaso algún acontecimiento histórico? - No lo diga ni en broma, que mañana se difundirá en el pueblo que nosotros hemos organizado este mal negocio - interrumpió el Brusco que, junto con todos los cabecillas rojos, marchaba al lado de Pepón. El sendero, al terminar los dos vallados que lo flanqueaban, desembocaba en una ancha meseta pelada como la miseria, en cuyo centro estaba el áspero montículo que servía de basamento a la casa vieja. La distancia a la tapera era de trescientos metros y se la veía llamear como una antorcha. Pepón se paró y la gente se abrió a su derecha y a su izquierda. Una ráfaga de viento trajo una nube de humo hacia el grupo. - Paja. ¡Cómo no!. Esto es petróleo. La gente empezó a comentar el hecho curioso y algunos se movieron para acercarse más, pero fuertes gritos los detuvieron. - ¡No hagan estupideces! Algunas tropas se habían detenido en el pueblo y en sus alrededores al final de la guerra; en consecuencia podía tratarse de un depósito de nafta o de bencina colocadas allí por alguna sección, o tal vez escondidas por alguien que las hubiera robado. Nunca se sabe. Don Camilo se echó a reír. - ¡No hagamos novelas! A mí este asunto no me convence y quiero ver con mis propios ojos de qué se trata. Y decididamente se separó de la grey y se dirigió a la tapera a pasos rápidos. No había andado cien metros cuando Pepón en dos zancadas lo alcanzó. - ¡Vuélvase usted! - ¿Y con qué derecho te mezclas en mis asuntos? - contestó bruscamente don Camilo, echándose atrás el sombrero y poniéndose los gruesos puños en la cintura. - ¡Se lo ordeno como alcalde! ¡No puedo permitir que un conciudadano se exponga estúpidamente al peligro! - ¿Qué peligro? - ¿No siente qué olor de petróleo y bencina? ¿Sabe usted qué demonios hay allí adentro? Don Camilo lo miró receloso. - ¿Y tú qué sabes? - preguntó. - ¿Yo? Yo no sé nada, pero tengo el deber de ponerlo en guardia, pues así como hay petróleo podría haber cualquier otra cosa. Don Camilo se echó a reír. - He comprendido ¿Sabes de qué se trata? Que te ha entrado el chucho y ahora te mortifica hacer ver a tus secuaces que su jefe toma lecciones de valor civil de un pobre curita reaccionario como es don Camilo. Pepón apretó los puños. - Mis hombres me han visto trabajar en los montes y... -Ahora se trata de trabajar en el llano, compañero alcalde. El chucho de la llanura es distinto del de la montaña. Pepón se escupió en las manos e hinchando el ancho tórax, marchó hacia el incendio con paso decidido. Había recorrido apenas cincuenta metros cuando don Camilo, que había quedado mirándolo cruzado de brazos, corrió y prontamente se le puso al lado. - ¡Alto! - le dijo, asiéndolo de un brazo. - ¡Alto un cuerno! - gritó Pepón soltándose. Vaya a regar sus geranios, que yo sigo. ¡Ahora se verá quién de los dos tiene miedo! Don Camilo habría deseado escupirse en las manos, pero no lo hizo recordando que era el arcipreste. Se limitó, por tanto, a hinchar el también el pecho y a apretar los puños, y siguió marchando. Caminaron muy juntos, mientras la distancia disminuía, y ya se percibía el calor de las llamas, y los dos, paso a paso, apretaban siempre más los puños y los dientes, estudiándose con el rabo del ojo, esperando cada cual que el otro se parase, pero cada uno decidido a adelantársele al otro. Ochenta, sesenta, cincuenta metros. - ¡Alto! - dijo una voz a la cual era imposible desobedecer. Los dos se detuvieron en el mismísimo instante, dieron media vuelta y luego echaron a correr veloces como el rayo. Diez segundos después una tremenda explosión rompía el silencio mientras la tapera saltaba por los aires abriéndose como una flor de fuego. Pepón y don Camilo volvieron, a encontrarse sentados en el suelo en medio de la carretera. No se veía un alma viviente porque todos habían escapado hacia el pueblo como liebres. Regresaron por un atajo y caminaron uno junto al otro en silencio. De pronto Pepón refunfuñó: - Hubiera sido mucho mejor que lo hubiese dejado seguir adelante. - Eso mismo pienso yo - contestó don Camilo. Magnífica ocasión perdida. - Si lo hubiese dejado seguir - continuó Pepón, habría tenido el placer de contemplar al más negro reaccionario del mundo haciendo piruetas en el aire. - No creo - contestó don Camilo sin volverse. A los doscientos metros me hubiese detenido. - ¿Y por qué? - Porque sabía que en la gruta, bajo la casa vieja, había seis latas de bencina, noventa y cinco fusiles ametralladores, doscientas setenta y cinco bombas de mano, dos cajas de municiones, siete ametralladoras y tres quintales de trotil. Pepón se detuvo y lo miró con ojos desorbitados - Nada de extraño - explicó don Camilo. Antes de prenderle fuego a la bencina he hecho el inventario. Pepón apretó los puños. - Ahora yo tendría que matarlo - gritó rechinando los dientes. - Lo comprendo, Pepón, pero es difícil matarme. Reiniciaron la marcha. Al cabo de un rato Pepón volvió a pararse. - ¡Entonces usted conocía el peligro y sin embargo llegó hasta cincuenta metros! - Se comprende; lo sabía como lo sabías tú - contestó don Camilo. Estaba en danza nuestro valor personal. Pepón meneó la cabeza. - No hay nada que hacerle: somos dos grandes tipos. Lástima que usted no sea uno de los nuestros. - Lo mismo pienso yo: lástima que no seas uno de los nuestros. Se separaron delante de la casa parroquial. - En el fondo usted me ha hecho un favor - dijo Pepón. Toda esa maldita mercadería me pesaba en la conciencia como la espada de Damocles. - Anda despacio con las citas históricas, Pepón - dijo don Camilo. - Sin embargo -continuó Pepón, ha dicho usted que las ametralladoras eran siete cuando en realidad eran ocho. ¿Quién habrá tomado la otra? - No te preocupes, la he tomado yo. Cuando estalle la revolución proletaria, quédate a distancia de la casa parroquial. - Nos volveremos a ver en el Infierno - masculló Pepón, marchándose. Don Camilo fue a arrodillarse ante el Cristo del altar. - Os agradezco - dijo. Os agradezco por habernos dado el alto. ¡Si no lo hubierais hecho, habría sido un lío! - No creo - contestó el Cristo sonriendo. Sabiendo a donde ibas, seguir habría sido para ti un suicidio y hubieras retrocedido lo mismo. - Lo sé, pero de todos modos es preciso no confiar demasiado en la propia fe. A veces el orgullo nos pierde. - Dime: ¿cómo es esa historia de la ametralladora? ¿Has tomado de veras esa máquina infernal? - No -contestó don Camilo. Eran ocho y las ocho volaron. Pero es útil que ésos crean que tengo aquí una ametralladora. - Bien -dijo el Cristo. Bien, si fuera cierto. Lo malo es que tú has tomado de veras ese maldito artefacto. ¿Por qué eres tan mentiroso, don Camilo? Don Camilo abrió los brazos.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

En vedado

TODAS las mañanas don Camilo iba a medir la famosa grieta de la torre y siempre era la misma historia: la grieta no se agrandaba, pero tampoco se achicaba. Perdió entonces la calma y un día envió al sacristán a la Municipalidad. - Ve a decirle al alcalde que venga enseguida a ver este horror. Explícale que es una cosa grave. El sacristán fue y volvió. - Ha dicho el alcalde Pepón que confía en su palabra de que la cosa es grave, pero que si usted quiere mostrarle la grieta le lleve la torre a la Municipalidad. Él recibe hasta las cinco. Don Camilo no parpadeó. Se limitó a decir después del oficio vespertino: - Si mañana Pepón o alguno de su banda tiene el coraje de hacerse ver en la misa, asistiremos a un espectáculo de cinematógrafo. Pero lo saben, tienen miedo y no se harán ver. La mañana siguiente no había ni la sombra de un "rojo" en la iglesia, pero cinco minutos antes de empezar la misa se sintió resonar en el atrio el paso cadencioso de una formación en marcha. En perfecta escuadra, todos los rojos, no sólo del pueblo, sino también de las secciones vecinas, todos, incluso Bilo, el zapatero, que tenía una pierna de palo, y Roldo de los Prados, que venía con una fiebre de caballo, marchaban fieramente hacia la iglesia con Pepón al frente, quien iba marcando el un, dos. Con toda compostura tomaron sitio en el templo, juntos como un bloque granítico y con un aspecto feroz de acorazado Potemkin. Llegado al instante del pequeño sermón, don Camilo ilustró con gracia la parábola del buen Samaritano, y terminó espetando una breve reprensión a los fieles: - Como todos saben, menos aquellos que deberían saberlo, una quiebra peligrosa está minando la solidez de la torre. Me dirijo, pues, a vosotros, mis queridos feligreses, para que vengáis en ayuda de la casa de Dios. Al decir "feligreses" entiendo referirme a los hombres honrados que vienen aquí para acercarse a Dios, no a los facciosos que vienen para hacer alarde de su preparación militar. A éstos bien poco puede importarles que la torre se derrumbe. Terminada la misa, don Camilo se sentó junto a una mesita, cerca de la puerta de la rectoral y la gente desfiló delante de él. Empero ninguno se retiró; hecha la limosna, todos permanecieron en la plazoleta para ver cómo acababa aquello. Y acabó con que Pepón, seguido de su batallón perfectamente encuadrado, hizo un formidable ¡alto! frente a la mesita. Pepón avanzó fiero. - Desde esta torre, estas campanas saludaron ayer el alba de la liberación, y desde esta torre, estas mismas campanas deberán saludar mañana él alba radiosa de la revolución proletaria - dijo, y puso bajo las narices de don Camilo tres grandes pañuelos rojos llenos de monedas. Luego se retiró, erguida la cabeza, seguido de su banda. Roldo de los Prados reventaba de fiebre y costábale trabajo mantenerse en pie; pero el también llevaba la cabeza erguida; y Bilo, el rengo, cuando pasó delante de la mesita marcó altivamente el paso con la pata de palo. Cuando don Camilo fue a mostrarle al Cristo la cesta llena de dinero, diciéndole que sobraba para refaccionar la torre, el Cristo sonrió asombrado. - Tenías razón, don Camilo. - Es natural -contestó don Camilo. Porque vos conocéis a la humanidad, pero yo conozco a los italianos. Hasta aquí don Camilo se había portado bien. Erró en cambio cuando mandó decir a Pepón haber apreciado mucho la preparación militar de los suyos, pero que, según él, debería ejercitarlos mejor en "retaguardia, carrera march", que les haría mucha falta el día de la revolución proletaria. Esto le cayó mal a Pepón y lo esperó al paso. Don Camilo era un perfecto hombre de bien, pero junto con una formidable pasión por la caza tenía una espléndida escopeta con admirables cartuchos "Walsrode". Además, el coto del barón Stocco distaba solamente cinco kilómetros del pueblo y constituía una verdadera tentación, no sólo por la caza que encerraba, sino también porque las gallinas de la comarca sabían que bastaba refugiarse detrás del alambrado para poder reírseles en la cara a quienes pretendían retorcerles el pescuezo. Nada de extraño, por consiguiente, que una tarde don Camilo, con sotana, anchos pantalones de fustán y un sombrerote de fieltro en la cabeza, se encontrara dentro del coto del barón. La carne es débil y aun más débil la carne de los cazadores. Y tampoco es de extrañar que a don Camilo se le escapara un tiro que fulminó a una liebre de un metro de largo. La vio en tierra, la colocó en el morral y ya se disponía a batirse en retirada cuando topó de improviso con alguien. Entonces calóse el sombrero hasta las cejas y le disparó al bulto un cabezazo en el estómago para derribarlo boca arriba, pues no era propio que en el pueblo se supiera que el párroco había sido sorprendido por el guardabosque cazando furtivamente en vedado. El lío fue que el otro había tenido la misma idea del cabezazo, y así, las dos calabazas se encontraron a medio camino. Fue tan potente el encontronazo que los mandó de rebote a sentarse en el suelo con un terremoto en la cabeza. - Un melón tan duro no puede pertenecer sino a nuestro bien amado señor alcalde - refunfuñó don Camilo apenas se le hubo despejado la vista. - Una calabaza de esta especie no puede pertenecer sino a nuestro bien amado arcipreste - repuso Pepón rascándose la cabeza. El caso es que también Pepón cazaba furtivamente en el lugar y tenía, también él, una gruesa liebre en el morral. Ahora miraba burlón a don Camilo. - No habría creído jamás que aquel que predica el respeto de la cosa ajena - dijo Pepón, entrara en el cercado ajeno para cazar de contrabando. - Yo no hubiera creído jamás que el propio primer ciudadano, el compañero alcalde. - Alcalde, pero compañero - lo interrumpió Pepón. Alcalde perdido por las teorías infernales que quieren la distribución equitativa de los bienes y por lo tanto coherente con sus ideas mucho más que el reverendo don Camilo, el cual en cambio. Alguien se acercaba, estaba ya a pocos pasos y era imposible huir esquivando el riesgo de recibir un escopetazo, pues esta vez se trataba de un verdadero guardián del coto. - Es preciso hacer algo - susurró don Camilo. Si nos encuentran aquí ocurrirá un escándalo. - No me interesa - contestó Pepón tranquilo. Yo respondo siempre de mis actos. Los pasos se acercaban y don Camilo se arrimó a un grueso tronco. Pepón no se movió; al contrario, cuando apareció el guardián con la escopeta abrazada, lo saludó. - Buenas tardes. - ¿Qué hace usted aquí? - preguntó el guardián. - Recojo hongos. - ¿Con la escopeta? - Es un sistema como cualquier otro. El modo de neutralizar a un guardabosque no es muy complicado. Hallándose á espaldas de uno de éstos, basta cubrirle de improviso la cabeza con una manta, darle un puñetazo y aprovechar enseguida el momentáneo aturdimiento del sujeto para alcanzar el vallado y saltarlo. Una vez fuera, todo queda en regla. Don Camilo y Pepón se encontraron sentados detrás de un matorral, distante una milla del vedado. - Don Camilo - suspiró Pepón, hemos hecho una bestialidad. Hemos levantado la mano sobre un guardián del orden. Es un delito. Don Camilo, que había levantado él la mano, sudaba frío. - La conciencia me remuerde - prosiguió el infame. ¿Ya no tendré paz pensando en este horrible suceso? ¿Cómo encontraré el valor necesario para presentarme ante un ministro de Dios a pedirle perdón de mi delito? ¡Maldito sea el día en que he prestado oídos a las infames lisonjas del verbo moscovita, olvidando los sagrados preceptos de la caridad cristiana! Don Camilo estaba tan humillado que sentía deseos de llorar. Pero el mismo tiempo tenía unas ganas atroces de aporrear a aquel perverso, y como Pepón lo adivinó dejó de quejarse. - ¡Maldita tentación! - gritó Pepón sacando del morral la liebre y arrojándola lejos. - Maldita, sí - gritó don Camilo, y sacando su liebre, también la tiró sobre la nieve, alejándose luego cabizbajo. Pepón lo siguió hasta los Aromos, luego dobló a la derecha. - Perdone - dijo deteniéndose. ¿Sabría indicarme un buen párroco de la comarca para ir a descargarme de este pecado? Don Camilo apretó los puños y siguió derecho. Cuando hubo recobrado el valor de presentarse al Cristo del altar, dijo disculpándose: - No lo hice por mí sino porque si se supiese que yo cazo de contrabando, más que yo sufriría la Iglesia. Pero el Cristo permaneció mudo, y en esos casos a don Camilo le venía la fiebre cuartana y se ponía a pan y agua durante días y más días, hasta que el Cristo, compadecido, no le decía: "Basta". Esta vez, antes de que el Cristo le dijera "basta", don Camilo estuvo a pan y agua siete días, y justamente la tarde del séptimo, cuando para mantenerse en pie tenía que apoyarse en las paredes y el hambre le gritaba en el estómago, Pepón vino a confesarse. - He contravenido las leyes y la caridad cristiana - dijo Pepón. - Lo sé - contestó don Camilo. - Además, apenas usted se alejó, yo regresé, tomé las dos liebres y las he cocinado, una a la cazadora y la otra en escabeche. - Me lo imaginaba - repuso don Camilo con un hilo de voz. Y cuando luego pasó ante el altar, el Cristo le sonrió, no tanto en atención a los siete días de ayuno cuanto porque don Camilo, contestando "me lo imaginaba", no sintió el deseo de romperle la cabeza a Pepón; por lo contrario, habíase avergonzado profundamente recordando que aquella tarde tuvo por un instante, él también, la misma idea de regresar para hacer lo mismo. - ¡Pobre don Camilo! -susurró el Cristo conmovido. Don Camilo abrió los brazos como diciendo que él hacía todo lo posible y que si alguna vez se equivocaba no era por maldad. - Lo sé, lo sé, don Camilo -dijo el Cristo. Y ahora ve a comer tu liebre que Pepón ha traído a tu casa, ya cocinada.

martes, 4 de diciembre de 2007

Escuela nocturna

LA escuadra de los hombres embozados tomó cautelosamente el camino del campo. Reinaba profunda oscuridad, pero todos conocían aquel paraje, terrón por terrón, y marchaban seguros. Llegaron por la parte de atrás a una casita aislada, distante media milla del pueblo, y saltaron por sobre el cercado del huerto. A través de las celosías de una ventana del primer piso filtraba un poco de luz. - Llegamos bien - susurró Pepón, que tenía el comando de la pequeña expedición. Está todavía levantada. Hemos tenido suerte. Llama tú, Expedito. Un hombre alto y huesudo, de aspecto decidido, avanzó y dio un par de golpes en la puerta. - ¿Quién es? - preguntó una voz de adentro. - Scarrazzini - contestó el hombre. A poco la puerta se abrió y apareció una viejecita de cabellos blancos como la nieve, que traía un candil en la mano. Los otros salieron de la sombra y se acercaron a la puerta. - ¿Quién es esa gente? - preguntó la anciana, recelosa. - Están conmigo - explicó Expedito. Son amigos: queremos hablar con usted de cosas muy importantes. Entraron los diez en una salita limpia y permanecieron mudos, cejijuntos y envueltos en sus capas delante de la mesita a la cual la vieja fue a sentarse. La anciana se enhorquetó los anteojos y miró las caras que asomaban de las capas negras. - ¡Hum! -murmuró. Conocía de memoria y del principio hasta el fin a todos esos tipos. Ella tenía ochenta y seis años y había empezado a enseñar el abecé en el pueblo cuando todavía el abecedario era un lujo de gran ciudad. Había enseñado a los padres, a los hijos y a los hijos de los hijos. Y había dado baquetazos en las cabezas más importantes del pueblo. Hacía tiempo que se había retirado de la enseñanza y que vivía sola en aquella casita remota, pero hubiera podido dejar abiertas las puertas de par en par, sin temor, porque "la señora Cristina" era un monumento nacional y nadie se hubiera atrevido a tocarle un dedo. - ¿Qué sucede? - preguntó la señora Cristina. - Ha ocurrido un suceso - explicó Expedito. Ha habido elecciones comunales y han triunfado los rojos. - Mala gente los rojos - comentó la señora Cristina. - Los rojos que han triunfado somos nosotros - continuó Expedito. - ¡Mala gente lo mismo! - insistió la señora Cristina. En 1901, el cretino de tu padre quería hacerme sacar el Crucifijo de la escuela. - Eran otros tiempos - dijo Expedito. Ahora es distinto. - Menos mal - refunfuñó la señora Cristina. ¿Y entonces? - Es el caso que nosotros hemos ganado, pero hay en la minoría dos negros. - ¿Negros? - Sí, dos reaccionarios: Spilletti y el caballero Bignini. La señora Cristina rió burlonamente - Esos, si ustedes son rojos, los harán volverse amarillos de ictericia. ¡Imagínate, con todas las estupideces que ustedes dirán! - Por eso estamos aquí - dijo Expedito. Nosotros no podemos acudir sino a usted porque solamente en usted podemos confiar. Debe ayudarnos. Se comprende que pagando. - ¿Ayudar? - Aquí está todo el consejo municipal. Vendremos tarde, al anochecer, para que usted nos haga un repaso. Nos revisa los informes que debemos leer y nos explica las palabras que no podemos comprender. Nosotros sabemos lo que queremos y no necesitamos de tanta poesía, pero con esas dos inmundicias es preciso hablar en punta de tenedor o nos harán pasar por estúpidos ante el pueblo. La señora Cristina movió gravemente la cabeza. - Si ustedes en vez de andar de vagos hubieran estudiado cuando era tiempo, ahora... - Señora, cosas de treinta años atrás. La señora Cristina volvió a calarse los anteojos y quedó con el busto erguido, como rejuvenecida en treinta años. También los visitantes se sentían rejuvenecidos en treinta años. - Siéntense - dijo la maestra. Y todos se acomodaron en sillas y banquetas. La señora Cristina alzó la llama del candil y pasó revista a los diez. Evocación sin palabras. Cada cara un nombre y el recuerdo de una niñez. Pepón estaba en un ángulo oscuro, medio de perfil; la señora Cristina levantó el candil, luego lo bajó rápidamente, y apuntando con el dedo huesudo dijo con voz dura: - ¡Tú, márchate! Expedito intentó decir algo, pero la señora Cristina meneó la cabeza. - ¡En mi casa Pepón no debe entrar ni en fotografía! - exclamó. Bastantes juderías me hiciste, muchacho. ¡Bastante y demasiado gordas! ¡Fuera de aquí y que no te vea más! Expedito abrió los brazos desolado. - Señora Cristina, ¿cómo hacemos? ¡Pepón es el alcalde! La señora Cristina se levantó y blandió amenazadora una baqueta. -¡Alcalde o no, sal de aquí o te pelo a golpes la calabaza! Pepón se alzó. - ¿No les había dicho? - dijo saliendo. Demasiadas fechorías le hice. - Y acuérdate de que aquí no pones más los pies aunque llegaras a ministro de Educación. - Y volviendo a sentarse, exclamó: ¡Asno! En la iglesia desierta, iluminada solamente por dos cirios, don Camilo estaba platicando con el Cristo. - No es ciertamente por criticar vuestra obra - concluyó en cierto momento; pero yo no hubiese permitido que un Pepón llegara a alcalde en un consejo donde sólo hay dos personas que saben leer y escribir correctamente. - La cultura no cuenta nada, don Camilo - contestó sonriendo el Cristo. Lo que vale son las ideas. Con los lindos discursos no se llega a ninguna parte si debajo de las hermosas palabras no hay ideas practicas. Antes de emitir un juicio, pongámoslo a prueba. - Justísimo - aprobó don Camilo. Yo decía esto simplemente porque si hubiese triunfado la lista del abogado, tendría ya la seguridad de que el campanario sería reparado. De todos modos, si la torre se derrumba, en compensación se levantará en el pueblo una magnífica Casa del Pueblo, con salas de baile, despacho de bebidas, salones para juegos de azar, teatro para espectáculos de variedades. - Y una casa de fieras para encerrar las serpientes venenosas como don Camilo -concluyó el Cristo. Don Camilo bajó la cabeza. Le desagradaba haberse mostrado tan maligno. Luego la levantó y dijo: - Me juzgáis mal. Sabéis lo que significa para mí un cigarro. Bien; éste es el último que tengo y ved lo que hago. Sacó del bolsillo un cigarro y lo hizo trizas en la enorme mano. - Bravo - dijo el Cristo. Bravo, don Camilo: acepto tu penitencia. Pero ahora hazme el favor de arrojar al suelo esos restos, porque tú eres capaz de guardarlos en el bolsillo y fumarlos luego en pipa. - Pero estamos en la iglesia - protestó don Camilo. - No te preocupes, don Camilo. Arroja el tabaco en ese rincón. Don Camilo así lo hizo bajo la mirada complacida del Cristo y en ese momento se oyó llamar a la puerta de la sacristía y entró Pepón. - Buenas tardes, señor alcalde - dijo don Camilo con mucha deferencia. - Dígame - dijo Pepón, si un cristiano tiene una duda sobre algo que ha hecho y viene a contárselo a usted, y usted advierte que aquél ha cometido errores, ¿usted se los hace notar o deja correr? Don Camilo se fastidió. - ¿Cómo te atreves a poner en duda la rectitud de un sacerdote? El primer deber de un sacerdote es el de hacer reparar al penitente con claridad todos los errores que ha cometido. - Bien - dijo Pepón. ¿Está usted listo para recoger mi confesión? - Estoy. Pepón sacó del bolsillo un grueso cartapacio y empezó a leer: "Ciudadanos, mientras saludamos la victoriosa afirmativa de la lista." Don Camilo lo interrumpió con un ademán y fue a arrodillarse ante el altar. - Jesús - murmuró, ¡yo no respondo más de mis actos! - Respondo yo - contestó el Cristo. Pepón te ha vencido y tú debes acusar honradamente el golpe y comportarte conforme a tus obligaciones. - Jesús - insistió don Camilo, ¿os dais cuenta de que me hacéis trabajar para el comité de Agitación y Propaganda? - Tú trabajas para la gramática, la sintaxis y la ortografía, cosas que nada tienen de diabólico ni de sectario. Don Camilo se caló los anteojos, empuñó el lápiz y puso en regla las frases bamboleantes que Pepón debía leer el día siguiente. Pepón releyó gravemente. - Bien - aprobó. Lo único que no entiendo es esto: donde yo decía "Es nuestro propósito hacer ampliar el edificio escolar y reconstruir el puente sobre el Fosalto" , ha puesto usted: "Es nuestro propósito hacer ampliar el edificio escolar, reparar la torre de la iglesia y reconstruir el puente sobre el Fosalto". ¿Por qué? - Por razones de sintaxis - explicó don Camilo gravemente. - Dichosos ustedes que han estudiado el latín y conocen todos los detalles de la lengua - suspiró Pepón. Así - agregó - se esfuma la esperanza de que la torre caiga y le aplaste la cabeza. Don Camilo abrió los brazos. - Es preciso inclinarse ante la voluntad de Dios. Después de haber acompañado a Pepón hasta la puerta, don Camilo fue a saludar al Cristo. - Bravo, don Camilo, le dijo el Cristo sonriendo. Te había juzgado mal y me duele que hayas roto tu último cigarro. Es una penitencia que no merecías. Pero seamos sinceros: ha sido bien villano ese Pepón al no ofrecerte ni un cigarro después del trabajo que te has tomado por él. - Está bien - suspiró don Camilo, sacando del bolsillo un cigarro y disponiéndose a triturarlo en su gruesa mano. - No, don Camilo; ve a fumarlo en paz, que te lo mereces. - Pero. - No, don Camilo, no lo has robado. Pepón tenía dos en el bolsillo; Pepón es comunista y escamoteándole diestramente uno, tú no has hecho más que tomar tu parte. - Nadie mejor que vos sabe estas cosas - exclamó don Camilo con mucho respeto.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Persecución

DON CAMILO se había dejado llevar un poco por su celo durante una jaculatoria de asunto local en que no faltó algún pinchacito más bien fuerte para esos tales, y sucedió que, la noche siguiente, cuando tiró de las cuerdas de las campanas porque al campanero lo habían llamado quién sabe dónde, se produjo el infierno. Un alma condenada había atado petardos al badajo de las campanas. No hubo daño alguno, pero se produjo una batahola de explosiones como para matar de un síncope. Don Camilo no había abierto la boca. Había celebrado la función de la tarde en perfecta calma, con la iglesia repleta. No faltaba ninguno de aquellos. Pepón en primera fila, y todos mostraban caras tan compungidas como para poner frenético a un santo. Pero don Camilo era un aguantador formidable y la gente se había retirado desilusionada. Cerrada la puerta grande, don Camilo se había echado encima la capa, y antes de salir, había ido a hacer, una corta reverencia ante el altar. - ¡Don Camilo! - le dijo el Cristo. ¡Deja eso! - No entiendo - había protestado don Camilo. - ¡Deja eso! Don Camilo había sacado de debajo la capa un garrote y lo había depositado ante el altar. - Una cosa muy fea, don Camilo. - Jesús, no es de roble: es de álamo, madera liviana, flexible - habíase justificado don Camilo. - Vete a la cama, don Camilo, y no pienses más en Pepón. Don Camilo había abierto los brazos e ido a la cama con fiebre. Así, la noche siguiente, cuando se le presentó la mujer de Pepón, dio un salto como si le hubiese estallado un petardo bajo los pies. - Don Camilo - empezó la mujer, que estaba muy agitada. Pero él la interrumpió - ¡Márchate de aquí, raza sacrílega! - Don Camilo, olvide estas estupideces. En Castellino está aquel maldito que intentó matar a Pepón... lo han soltado. Don Camilo había encendido el cigarro. - Compañera, ¿a mí vienes a contármelo? No hice yo la amnistía. Por lo demás, ¿qué te importa? La mujer se puso a gritar. - Me importa porque han venido a decírselo a Pepón y Pepón ha salido para Castellino como un endemoniado, llevándose el ametrallador. - ¡Ajá! ¿Así que tenemos armas escondidas, verdad? - Don Camilo, ¡deje tranquila la política! ¿No comprende que él lo mata? ¡Si usted no me ayuda, él se pierde! Don Camilo rió pérfidamente: - Así aprenderá a atar petardos al badajo de las campanas. ¡En presidio quisiera verlo morir! ¡Fuera de aquí! Tres minutos después, don Camilo, con la sotana atada en torno del cuello, partía como un obseso hacia Castellino en la "Wolsit" de carrera del hijo del sacristán. Alumbraba una espléndida luna y a cuatro kilómetros de Castellino vio don Camilo a un hombre sentado en el parapeto del puentecito del Foso Grande. Allí moderó la marcha, pues hay que ser prudentes cuando se viaja de noche. Detúvose a diez metros del puente, teniendo al alcance de la mano un chisme que se había hallado en el bolsillo. - Joven - preguntó, ¿ha visto pasar a un hombre grande en bicicleta, derecho hacia Castellino? - No, don Camilo - contestó tranquilamente el otro. Don Camilo se acercó. - ¿Has estado ya en Castellino? - inquirió. - No; he pensado que no valía la pena. ¿Ha sido la estúpida de mi mujer la que lo ha hecho incomodarse? - ¿Incomodarme? Figúrate. Un paseíto. - Pero ¡qué pinta ofrece un cura en bicicleta de carrera! - dijo Pepón soltando una carcajada. Don Camilo se le sentó al lado. - Hijo mío, es preciso estar preparado para ver cosas de todos los colores en este mundo. Una horita después don Camilo estaba de regreso e iba a hacerle su acostumbrada relación al Cristo. - Todo ha andado como me lo habíais sugerido. - Bravo, don Camilo. Pero, dime, ¿te había sugerido también agarrarlo por los pies y arrojarlo al foso? Don Camilo abrió los brazos. - Verdaderamente no recuerdo bien. El hecho es que a él no le hacía gracia ver un cura en bicicleta de carrera y entonces procedí de manera que no me viese más - Entiendo. ¿Ha vuelto ya? - Estará por llegar. Viéndolo caer en el foso pensé que saliendo un poco mojado le estorbaría la bicicleta y entonces pensé regresar solo trayendo las dos. - Has tenido un pensamiento muy gentil, don Camilo - aprobó el Cristo gravemente. Pepón asomó hacia el alba en la puerta de la rectoral. Estaba empapado y don Camilo le preguntó si llovía. - Niebla - contestó Pepón entre dientes. ¿Puedo tomar mi bicicleta? - Figúrate: ahí la tienes. Pepón miró la bicicleta. - ¿No ha visto por casualidad si atado al caño había un ametrallador? Don Camilo abrió los brazos sonriendo. - ¿Un ametrallador? ¿Qué es eso? - Yo - dijo Pepón desde la puerta - he cometido un solo error en mi vida: el de atarle petardos a los badajos de las campanas. Debía haberle atado media tonelada de dinamita. - Errare humanum est -observó don Camilo

sábado, 1 de diciembre de 2007

El panfleto

UNA tarde llegó a la rectoral, Barchini, el papelero del pueblo, quien, poseyendo sólo dos cajas de tipos de imprenta y una minerva de 1870, había escrito en el frente de su negocio: "Tipografía". Debía de tener cosas gordas que contar porque permaneció largo rato en el pequeño despacho de don Camilo. Cuando Barchini se retiró, don Camilo corrió al altar a abrirse con Jesús. - ¡Importantes novedades! - exclamó. Mañana el enemigo lanzará un manifiesto; lo imprime Barchini, que me ha traído la prueba. Y don Camilo sacó del bolsillo una hoja, con la tinta fresca aún, que leyó en voz alta:

PRIMERO Y ÚLTIMO AVISO Otra vez anoche una vil mano anónima ha escrito un insulto agraviante en nuestra cartelera mural. Abra el ojo la mano del bellaco que aprovecha la sombra para ejecutar actos de provocación, el cual, cualesquiera que sea, si no acaba, se arrepentirá cuando sea ya irreparable. Toda paciencia tiene un limite.
El Secretario del Comité JOSÉ BOTTAZZI

Don Camilo rió. - ¿Qué os parece? ¿No es una obra maestra? Pensad qué jaleo mañana cuando la gente lea el manifiesto en las paredes. Pepón metiéndose a redactar proclamas. ¿No es para reventar de risa? El Cristo no contestó y don Camilo quedó turbado. - ¿No habéis oído el estilo? ¿Queréis que lo relea? - He comprendido, he comprendido - contestó el Cristo. Cada cual se expresa como puede. No es lícito pretender que quien sólo ha cursado el tercer grado elemental atienda a detalles estilísticos. - ¡Señor! - exclamó don Camilo, abriendo los brazos. ¿Vos llamáis detalles una jerigonza de esta especie? - Don Camilo: la acción más miserable que puede cometerse en una polémica es la de aferrarse a los errores de gramática y de sintaxis del adversario. Lo que vale en la polémica son los argumentos. Más bien deberías decirme que es feísimo el tono de amenaza que tiene el manifiesto. Don Camilo volvió la hoja al bolsillo. - Está sobrentendido - murmuró. Lo verdaderamente reprobable es el tono de amenaza del manifiesto, pero ¿qué otra cosa podéis esperar de esta gente? No entienden más que la violencia. - Sin embargo - observó el Cristo, no obstante sus intemperancias, ese Pepón no me da la impresión de ser realmente un mal sujeto. Don Camilo se encogió de hombros. Es como poner buen vino en una cuba podrida. Cuando uno entra en ciertos ambientes, practica ciertas ideas sacrílegas y frecuenta a cierta gentuza, termina por corromperse. Pero el Cristo no pareció convencido. - Yo digo que en el caso de Pepón no se debe reparar en la forma, sino indagar la sustancia. O sea, ver si Pepón se mueve empujado por un mal ánimo natural o si lo hace bajo el impulso de una provocación. ¿Contra quién apunta, a tu parecer? Don Camilo abrió los brazos. ¿Y quién podría saberlo? - Bastaría saber de qué especie es la ofensa - insistió el Cristo. Él habla de un insulto que alguien ha escrito anoche en su cartel mural. Cuando tú fuiste a la cigarrería, ¿no pasaste por casualidad ante ese cartel? Procura recordarlo. - En efecto, sí he pasado - admitió francamente don Camilo. - Bien; ¿y no se te ha ocurrido detenerte un momento a leerlo? - Leer verdaderamente, no; a lo sumo le eché un vistazo. ¿Hice mal? - De ningún modo, don Camilo. Es necesario estar siempre al corriente de lo que dice, escribe y posiblemente piensa nuestra grey. Te preguntaba solamente para saber si no has notado alguna escritura extraña en el cartel, cuando te detuviste a leerla. Don Camilo meneó la cabeza. - Puedo asegurar que cuando me detuve no advertí nada extraño. El Cristo quedóse un rato meditando. -Y cuando te retiraste, don Camilo, ¿no viste tampoco alguna escritura extraña al manifiesto? Don Camilo se reconcentró. - ¡Ah, sí! - dijo. Haciendo memoria, me parece que cuando me retiraba vi en la hoja algo garabateado con lápiz rojo. Con permiso. Creo que hay gente en la parroquia. Don Camilo se inclinó rapidísimamente y por salir del aprieto quiso escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo paró: - ¡Don Camilo! Don Camilo retrocedió lentamente y se detuvo enfurruñado ante el altar. - ¿Y entonces? - preguntó el Cristo. -Ahora, masculló don Camilo, recuerdo que se me escapó escribir alguna cosa. Se me fue la mano y estampé: "Pepón asno". Si hubierais leído esa circular, estoy seguro de que vos también. - ¡Don Camilo! ¿No sabes lo que haces y pretendes saber lo que haría el hijo de Dios? - Disculpadme; he cometido una tontería, lo reconozco. Pero ahora Pepón comete otra publicando manifiestos con amenazas y así quedamos a mano. - ¿Cómo que a mano? -exclamó el Cristo. Pepón ha sido ayer blanco del "asno" tuyo y todavía mañana le dirán asno en todo el pueblo. Figúrate la gente que lloverá aquí de todas partes para reírse a carcajadas de los disparates del caudillo Pepón, a quien todos temen. Y será por tu culpa. ¿Te parece lindo? Don Camilo se recobró. - De acuerdo. Pero a los fines políticos generales. - No me interesan los fines políticos generales. A los fines de la caridad cristiana ofrecer motivos de risa a la gente, a costillas de un hombre porque ese hombre no pasó del tercer grado, es una gran porquería, don Camilo. - Señor - suspiró don Camilo, decidme: ¿qué debo hacer? -No fui yo el que escribió "Pepón asno". Quien cometió el pecado sufra la penitencia. Arréglatelas, don Camilo. Don Camilo se refugió en su casa y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación. Ya le parecía oír las carcajadas de la gente parada ante el manifiesto de Pepón. - ¡Imbéciles! - exclamó con rabia, y se volvió a la estatuilla de la Virgen. Señora -le rogó - ¡ayudadme! - Es una cuestión de estricta incumbencia de mi hijo - susurró la Virgencita. No puedo intervenir. - Al menos dadle un buen consejo. - Ensayaré. Y he aquí que de improviso entró Pepón. - Oiga - dijo Pepón, no me traen asuntos políticos. Se trata de un cristiano que se encuentra en apuros y viene a pedir consejo a un sacerdote. ¿Puedo fiar en él? - Conozco mi deber. ¿A quién has asesinado? - Yo no mato, don Camilo - replicó Pepón. Yo, en todo caso, cuando alguno me pisa demasiado los callos, hago volar fulminantes bofetadas. - ¿Cómo está tu Libre Camilo Lenin? - preguntó con sorna don Camilo. Entonces Pepón se acordó de la cepillada que había recibido el día del bautismo, y se encogió de hombros. - Sabemos lo que suele pasar - refunfuñó. Las trompadas son mercancía que viaja; trompadas van y trompadas vienen. De todos modos ésta es otra cuestión. En fin, sucede que ahora hay en el pueblo un pillo, un bellaco redomado, un Judas Iscariote de dientes venenosos, que todas las veces que pegamos en la cartelera un escrito con mi firma de secretario se divierte escribiéndole encima: "Pepón asno". - ¿Eso es todo? - preguntó don Camilo. No me parece una gran tragedia. - Me gustaría ver si usted razonaría lo mismo cuando durante doce semanas seguidas encontrase escrito en la cartelera de la parroquia: "Don Camilo asno". Don Camilo dijo que esa comparación no tenía base. Una cosa es la cartelera de una iglesia y otra la de un comité de partido. Una cosa es llamar burro a un sacerdote de Dios y otra llamar así al jefe de unos cuantos locos sueltos. - ¿No barruntas quién pueda ser? - preguntó finalmente. - Es mejor que no lo sospeche - contestó torvo Pepón. Si llego a adivinar, ese barrabás andaría ahora con los ojos negros como su alma. Son ya doce veces que me hace esa burla el asaltante y estoy seguro de que siempre es el mismo. Quisiera ahora advertirle que la cosa ha llegado al extremo; que sepa refrenarse, porque si lo agarro, sucederá el terremoto de Mesina. Haré imprimir un manifiesto y lo mandaré pegar en todas las esquinas para que se enteren él y los de su banda. Don Camilo se encogió de hombros. - Yo no soy impresor - dijo - y nada tengo que ver en el asunto. Dirígete a una imprenta. -Ya lo hice - explicó Pepón. Pero como no me resulta hacer la figura de asno, quiero que usted le eche una mirada a la prueba, antes de que Barchini imprima el manifiesto. - Barchini no es un ignorante y si hubiera visto algo incorrecto, te lo habría dicho. - ¡Figúrese! - dijo riendo Pepón. Barchini es un clerizonte. Quiero decir un negro reaccionario, tan negro como su alma asquerosa, y aunque notara que he escrito corazón con s, no lo diría con tal de verme hacer una mala figura. - Pero tienes tus hombres -r eplicó don Camilo. - ¡Ya!. . ¡Voy a rebajarme haciendo corregir mis escritos por mis subalternos! ¡Valientes colaboradores! Entre todos juntos no podrían escribir la mitad del alfabeto. - Veamos - dijo don Camilo. Pepón le alcanzó la hoja y don Camilo recorrió lentamente las líneas impresas. - ¡Hum!. Dislates aparte, como tono me parece demasiado fuerte. - ¿Fuerte? - gritó Pepón. Para decirle todo lo que se merece esa maldita canalla, ese pícaro, semejante bandido provocador, harían falta dos vocabularios. Don Camilo tomó el lápiz y corrigió atentamente la prueba. - Ahora pasa en tinta las correcciones -d ijo cuando hubo terminado. Pepón miró tristemente la hoja llena de enmiendas y tachaduras. - ¡Y pensar que ese miserable de Barchini me había dicho que todo estaba bien! ... ¿Cuánto le debo? - Nada. Ve y cuida de tener cerrada la boca. No quiero que sepan que trabajo para la Agitación y Propaganda. - Le mandaré unos huevos. Pepón se marchó y don Camilo antes de meterse en cama dirigióse a saludar al Cristo. - Gracias por haberle sugerido que viniera a verme. - Es lo menos que podía hacer - contestó el Cristo sonriendo. ¿Cómo salió? - Un poco difícil, pero bien. No sospecha de mí ni de lejos. - En cambio lo sabe perfectamente. Sabe que fuiste tú, siempre tú, las doce veces. Hasta te ha visto dos noches, don Camilo. Pero atención, piensa siete veces antes de escribir una más "Pepón asno". - Cuando salga dejaré en casa el lápiz - prometió solemnemente don Camilo. - Amén - concluyó el Cristo sonriendo.

viernes, 30 de noviembre de 2007

El bautizo

ENTRARON en la iglesia de improviso un hombre y dos mujeres; una de ellas era la esposa de Pepón, el jefe de los rojos. Don Camilo, que subido sobre una escalera estaba lustrando con "sidol" la aureola de San José, volvióse hacia ellos y preguntó qué deseaban. - Se trata de bautizar esta cosa - contestó el hombre. Y una de las mujeres mostró un bulto que contenía un niño. - ¿Quién lo hizo? - preguntó don Camilo, mientras bajaba. - Yo - contestó la mujer de Pepón. - ¿Con tu marido? - preguntó don Camilo. - ¡Se comprende!. ¿Con quién quiere que lo hiciera? ¿Con usted? - replicó secamente la mujer de Pepón. - No hay motivo para enojarse - observó don Camilo, encaminándose a la sacristía. Yo sé algo. ¿No se ha dicho que en el partido de ustedes está de moda el amor libre? Pasando delante del altar, don Camilo se inclinó y guiñó un ojo al Cristo. - ¿Habéis oído? - y don Camilo rió burlonamente. Le he dado un golpecito a esa gente sin Dios. - No digas estupideces, don Camilo - contestó fastidiado el Cristo. Si no tuviesen Dios no vendrían aquí a bautizar al hijo, y si la mujer de Pepón te hubiese soltado un revés, lo tendrías merecido. - Si la mujer de Pepón me hubiera dado un revés, los habría agarrado por el pescuezo a los tres y ... - ¿Y qué? -preguntó severo Jesús. - Nada, digo por decir - repuso rápidamente don Camilo, levantándose. - Don Camilo, cuidado - lo amonestó Jesús. Vestidos los paramentos, don Camilo se acercó a la fuente bautismal. - ¿Cómo quieren llamarlo? - preguntó a la mujer de Pepón. - Lenin, Libre, Antonio -contestó la mujer. - Vete a bautizarlo en Rusia - dijo tranquilamente don Camilo, volviendo a colocar la tapa a la pila bautismal. Don Camilo tenía las manos grandes como palas y los tres se marcharon sin protestar. Don Camilo trató de escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo frenó. - ¡Don Camilo, has hecho una cosa muy fea! Ve a llamarlos y bautízales el niño. - Jesús - contestó don Camilo, debéis comprender que el bautismo no es una burla. El bautismo es una cosa sagrada. El bautismo. - Don Camilo - interrumpió el Cristo, ¿vas a enseñarme a mí qué es el bautismo? ¿A mí que lo he inventado? Yo te digo que has hecho una barrabasada porque si esa criatura, pongamos por caso, muere en este momento, la culpa será tuya de que no tenga libre ingreso en el Paraíso. - Jesús, no hagamos drama - rebatió don Camilo. ¿Por qué habría de morir? Es blanco y rosado una rosa. - Eso no quiere decir nada - observó Cristo. Puede caérsele una teja en la cabeza, puede venirle un ataque apopléjico. Tú debías haberlo bautizado. Don Camilo abrió los brazos. - Jesús, pensad un momento. Si fuera seguro que el niño irá al Infierno, se podría dejar correr; pero ese, a pesar de ser hijo de un mal sujeto, podría perfectamente colarse en el Paraíso, y entonces decidme: ¿cómo: puedo permitir que os llegue al Paraíso uno que se llama Lenin? Lo hago por el buen nombre del Paraíso. - Del buen nombre del Paraíso me ocupo yo - dijo secamente Jesús. A mí sólo me importa que uno sea un hombre honrado. Que se llame Lenin o Bonifacio no me importa. En todo caso, tú podrías haber advertido a esa gente que dar a los niños nombres estrafalarios puede representarles serios aprietos cuando sean grandes. - Está bien - respondió don Camilo. Siempre yo desbarro; procuraré remediarlo. En ese instante entró alguien. Era Pepón solo, con la criatura en brazos. Pepón cerró la puerta con el pasador. - De aquí no salgo - dijo - si mi hijo no es bautizado con el nombre que yo quiero. - Ahí lo tenéis - murmuró don Camilo, volviéndose al Cristo. ¿Veis qué gente? Uno está lleno de las más santas intenciones y mirad cómo lo tratan. - Ponte en su pellejo - contestó el Cristo. No es un sistema que deba aprobarse, pero se puede comprender. Don Camilo sacudió la cabeza. - He dicho que de aquí no salgo si no me bautiza al chico como yo quiero - repitió Pepón, y poniendo el bulto en un silla, se quitó el saco, se arremangó y avanzó amenazante. - ¡Jesús! - imploró don Camilo. Yo me remito a vos. Si estimáis justo que un sacerdote vuestro ceda a la imposición, cederé. Pero mañana no os quejéis si me traen un ternero y me imponen que lo bautice. Vos lo sabéis, ¡guay de crear precedentes! - ¡Bah! -replicó el Cristo. Si eso ocurriera, tú deberías hacerle entender. - ¿Y si me aporrea? - Tómalas, don Camilo. Soporta y sufre como lo hice yo. Entonces volvió don Camilo y dijo: - Conforme, Pepón; el niño saldrá de aquí bautizado, pero con ese nombre maldito no. - Don Camilo - refunfuñó Pepón, recuerde que tengo la barriga delicada por aquella bala que recibí en los montes. No tire golpes bajos, o agarro un banco. - No te inquietes, Pepón; yo te los aplicaré todos en el plano superior - contestó don Camilo, colocando a Pepón un soberbio cachete en la oreja. Eran dos hombrachos con brazos de hierro y volaban las trompadas que hacían silbar el aire. Al cabo de veinte minutos de furibunda y silenciosa pelea, don Camilo oyó una voz a sus espaldas - ¡Fuerza, don Camilo! ... ¡Pégale en la mandíbula! Era el Cristo del altar. Don Camilo apuntó a la mandíbula de Pepón y éste rodó por tierra, donde quedó tendido unos diez minutos. Después se levantó, se sobó el mentón, se arregló, se puso el saco, rehizo el nudo del pañuelo rojo y tomó al niño en brazos. Vestido con sus paramentos rituales, don Camilo lo esperaba, firme como una roca, junto a la pila bautismal. Pepón se acercó lentamente. - ¿Cómo lo llamaremos? - preguntó don Camilo. - Camilo, Libre, Antonio -gruñó Pepón. Don Camilo meneó la cabeza. - No; llamémoslo, Libre, Camilo, Lenin - dijo. Sí, también Lenin. Cuando está cerca de ellos un Camilo, los tipos de esa laya nada tienen que hacer. - Amén - murmuró Pepón tentándose la mandíbula. Terminado el acto, don Camilo pasó delante del altar y el Cristo le dijo sonriendo - Don Camilo, debo reconocer la verdad: en política sabes hacer las cosas mejor que yo. - Y en dar puñetazos también - dijo don Camilo con toda calma, mientras se palpaba con indiferencia un grueso chichón sobre la frente.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Pecado confesado

DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba. Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra. Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda. - ¿Qué debo hacer? - había preguntado don Camilo. - Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate - había contestado Jesús de lo alto del altar. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla. - Bueno - había objetado don Camilo; pero aquí se trata de palos, no de ofensas. - ¿Y con eso? - le había susurrado Jesús. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu? - De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí. - ¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz? - Con vos no se puede razonar - había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento. - Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa. Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado. Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda. Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró: - Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas? - Desde 1918 -contestó Pepón. - Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza. - ¡Oh, bastantes! - suspiró Pepón. - ¿Por ejemplo? - Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo. - Es grave - repuso don Camilo. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios. - Estoy arrepentido - exclamó Pepón. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad. - ¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves? Pepón vació el costal. En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo. - Jesús - dijo, perdóname, pero yo le sacudo. - Ni lo sueñes - respondió Jesús. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre. - Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene? - Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado! - Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío? - No - respondió Jesús. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear. Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos. - Está bien - gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no! - También esto es cierto - dijo Jesús de lo alto. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo! El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado. - Hace diez minutos que lo esperaba - dijo. Ahora me siento mejor. - Yo también - exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno. Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

La muchacha

¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve. Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada. - ¿Quieres hacerme de escalera? - le dije. La muchacha dejó la cesta y yo me trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa. - Extiende el delantal, que vamos a medias - dije a la muchacha. Ella contestó que no valía la pena. - ¿No te agradan las ciruelas? - pregunté. - Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí - me dijo. Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer. - Tú tomas el pelo a la gente - exclamé mirándola enojado; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha. No dijo palabra. La encontré dos tardes después siempre en el camino. - ¡Adiós, larguirucha! - le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso. - ¿Se podría saber por qué me miras así? - le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto. - Yo no te miro - contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta. - ¡Cuídate, larguirucha! - le grité. Yo no bromeo. Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo. Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara. Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché. Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás. Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo. Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manubrio y saqué una piquetilla. - Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él - dije. La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua. - ¿Por qué hablas así? - me preguntó en voz baja. Yo no lo sabía, pero ¿qué importa? - Porque sí - contesté. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo. - Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más - dijo. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho. - Pues espera a que yo tenga dieciocho años - grité. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita. Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacer la estúpida con los demás. Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez. - Adiós - le decía al pasar. - Adiós - me contestaba. El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta. - Tengo dieciocho años - le dije. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza. Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes. - Tú tienes dieciocho años -me contestó, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven. Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije: - ¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste? Con la cabeza me hizo seña que sí. Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano. - Los muchachos - exclamé, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así. - Decía por decir - explicó la muchacha. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!. Ladeé a la izquierda la visera de la gorra. - ¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia. - No - contestó la muchacha - entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo. Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz. - En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar - dije saltando en la bicicleta. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre. Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité: - Mañana parto para la conscripción. - Hasta la vista - contestó la muchacha. - Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso. Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta. Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos. Desmonté delante de ella. - Concluí - le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria. - Es muy linda - contestó la muchacha. - Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca. - ¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? - pregunté. La muchacha suspiró. - Lo siento, pero el árbol se quemó. - ¿Se quemó? - dije con asombro. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman? - Hace seis meses - contestó la muchacha. Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves? Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo. - ¿Y tú? - le pregunté. - También yo - dijo con un suspiro; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó. Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo. - ¿Te hice daño? - pregunté. - Ninguno. Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro. - ¿Y entonces? - dije finalmente. - Te he esperado - suspiró la muchacha - para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora? Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia. - Entonces - repitió la muchacha, ¿puedo irme? - No - le contesté. -Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía. - Está bien - dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía. Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé. Han corrido doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta. - Adiós. - Adiós. - ¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar a poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo sobre el camino de la Fábrica. Uno ahora me dice: hermano ¿por qué me cuentas, estas historias? Porque sí, respondo yo. Porque es preciso darse cuenta de que en esta desgraciada lonja de tierra situada entre el río y el monte pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos, y allá tienen un alma hasta los perros. Entonces se comprende mejor a don Camilo, a Pepón y a toda la otra gente. Y nadie se asombra de que el Cristo hable y de que uno pueda romperle la cabeza a otro, pero honradamente, es decir, sin odio. Tampoco asombra que al fin dos enemigos se encuentren de acuerdo sobre las cosas esenciales. Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique; al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella. He aquí el aire que se respira en esa faja de tierra a trasmano; y se comprende fácilmente en qué Pueden convertirse allá las cosas de la política. En estas historias habla a menudo el Cristo crucificado, pues los personajes principales son tres: el cura don Camilo, el comunista Pepón y el Cristo crucificado. Y bien, aquí conviene explicarse: si los curas se sienten ofendidos por causa de don Camilo, son muy dueños de romperme en la cabeza la vela más gorda; si los comunistas se sienten ofendidos por causa de Pepón, también son muy dueños de sacudirme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por causa de los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porque el que habla en mi historia no es Cristo, sino mi Cristo, esto es, la voz de mi conciencia. Asunto mío personal; asuntos íntimos míos. Conque, cada uno para sí y Dios con todos.

martes, 27 de noviembre de 2007

Capítulo 3

Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los pernos del puente de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas. Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas. Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. - Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla - respondía Nita asomándose a la puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos. Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande, donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y más de cuatrocientas hectáreas de tierra. Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la escopeta cargada con balines o con bala. Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera. Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con un hacha, de un tronco de álamo, una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda carrera. - ¡Uh! ¡Uh! - dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico. - Hay algún forastero o alguna mala bestia - dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol. - ¿Qué hacen aquí? - preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas. - Hago mi oficio - explicó el imbécil sin darse vuelta, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento. - ¡Salga de ahí! - gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode. - ¡Fuera! - dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad. Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres. Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola. - Es ése - dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre. Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso. - Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo - explicó mi padre. El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor. - Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso - dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor. - Si nos conviene, el tranvía pasará - dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla. El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes. - Es cosa gubernativa - concluyó. - Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente -barbotó mi padre. Conozco mis derechos. El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja. - Esta es la nota - dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre. Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos. - Léelo despacio - me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí. - Ve a decirles que entren -concluyó finalmente, sombrío. De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos. Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron. Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan. Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar. Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua. Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad. Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta. - Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche - dijo mi madre. Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde. - Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo -dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba. Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta. - Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno - explicó mi padre. - Hace veinticinco días que el campo está anegado - afirmó un viejo. - Veinticinco días - dijeron todos, hombres, mujeres y niños. - Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno -razonó el vaquero - es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia. La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado. - Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer - explicó a mi madre. Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola. El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡Santo Dios! A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy. Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador. Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello. Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno. El ingeniero se adelantó con un bastón. - ¡Fuera, perro! - gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos. Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos. Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba. En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció. Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón. Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso. Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad. Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas. Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero. Yo también me lo quité. El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago. Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo. Que tanto puede la pobre alma de un perro. Yo digo que éste es el milagro de la tierra baja. En un escenario escrupulosamente realista como el descrito por el notario Francisco Luis Campari (hombre de gran corazón y enamorado de la tierra baja, pero que no le hubiera concedido ni una tortolita, si las tortolitas no formaran parte de la fauna local), un cronista de diario pone una historia y ya no se sabe si es más verdadera la descripción del notario o el suceso inventado por el cronista. Éste es el mundo de Un Mundo Pequeño: caminos largos y derechos, casitas pintadas de rojo, de amarillo y de azul ultramarino, perdidas entre los viñedos. En las noches de agosto se levanta lentamente detrás del dique una luna roja y enorme que parece cosa de otros siglos. Alguien está sentado sobre un montón de grava, a la orilla de la acequia, con la bicicleta apoyada en el palo del telégrafo. Arma un cigarrillo de tabaco picado. Pasas tú, y aquél te pide un fósforo. Conversáis. Tú le dices que vas al "festival" a bailar, y aquél menea la cabeza. Le dices que hay lindas muchachas y aquél otra vez menea la cabeza.